Cuchillos y lágrimas

Lo requiere una estrofa congelada duradera en el alma trashumante: “No derramemos lágrimas nuevas sobre penas antiguas”.

 

Y aún  así con harta frecuencia lo hacemos al necesitar unirnos al pasado  que nos trae nostalgias algunas veces dulces, pocas quizás, pero en cierta manera bienhechoras.

 

El ser humano, a recuento de su propia  condición intrínseca ante los vaivenes de la existencia, es un ser pensante, y el pensamiento atesora recuerdos, y éstos, penas y culpas. Las querencias son cortas, el olvido largo y,  con reiteración, suelen dejar insondables cicatrices.

 

 A más de medio siglo de las atrocidades de la Alemania nazi, aún el pueblo de los Länder (Estados Federados), sus políticos,  analistas y escritores, siguen sintiendo culpa de aquel demoledor manotazo, y por ello, como un “mea culpa”,  continúan recogiendo aquí y allá pedazos de la historia más descorazonadora que pueblo alguno, en la vieja Europa, hubiera vivido jamás.

 

 No toda ella, indudablemente,  ya que la generación nacida a partir de los años 50 no está atada al holocausto,  pero lo presiente en su entorno y, quiéralo o no, debe  sentir en cierta forma la pesada losa de aquel tiempo de borrascas.

 

 Llovía aquella tarde gélida y encapotada. Desde los grandes ventanales del hotel Kempinski  el cielo era de un gris plomizo. Thomas, mi acompañante para ser cicerone en la capital alemana,  vivió, siendo apenas un niño,  los años finales de la guerra. No supo de la solución final contra los judíos hasta mucho tiempo después, en el instante en que  todo a su alrededor se había derrumbado, pero en la escuela de secundaria su padre no le impedía  confraternizar con sus compañeros hebreos. Con todo, tuvo  un amigo  entrañable.  Se llamaba Leslie Goihman – “rostro rosado, lleno de pecas y un pelo  color panocha” - , vivía  en Uster den Liden, la gran avenida que lleva al corazón de la ciudad, partiendo de la Puerta de Branderburge hacia la  zona histórica de los museos.

 

Un día se lo llevó la SS y jamás se supo de él. En algún horno crematorio se  hizo humo.

 

 Las razones del ser humano contra las víctimas de los exterminios son con  frecuencia ambivalentes. A algunas personas les sugestionan más las motivaciones de los que matan que las víctimas.  Tengo la creencia de que el antisemitismo tuvo – y aún tiene – raíces hondas. Se convivía con los judíos por una postura social hasta que se levantó “la veda”. A partir de ahí, muchos ciudadanos  supieron lo que pasaba, pero era mejor mirar a otra parte. Hacer como si nada se supiera. No desaparecen seis millones de seres  (amigos, conocidos, vecinos)  sin preguntarse nadie hacia dónde han ido.

 

 Thomas nos juró su ignorancia. No supo nada. Le dimos el  favor de la duda. Y algo más terrible: ¿Qué hubiera hecho yo mismo en un momento parecido?

 

Tal vez volverme cobarde, hacer lo mismo que  los países occidentales en este momento ante los espantosos crímenes  de los yihadistas del Estado-Califato Musulmán con sus estremecedoras ejecuciones de rehenes – van cinco periodista asesinados  -  degollándolos con una cruel  y medieval muerte a cuchillo resplandeciente ante el sol inclemente del desierto.

 

¿Qué hemos aprendido sobre la comprensión, el amor,  la amistad y la moralidad en tantos siglos en pos del desarrollo de los intrínsicos valores humanos?

 

Poco, casi nada. Debemos seguir viviendo mezclados entre mala levadura.



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