Era un pueblecito perdido en una abrupta colina. Por una vía salida de un costado de una asfaltada carretera de segundo orden se llegaba a él. No sé si lo compondrían más de cincuenta casas que se iba desparramando, blancas de cal y musgosas de tejas, hasta alcanza un verde valle donde corría un riachuelo que casi desaparecía en verano y se convertía en modestamente caudaloso cuando la primavera derretía las nieves apiladas en la accidentada sierra que teníamos detrás y nos visitaban nubes con las ubres repletas de agua que vertían para nosotros.
La gente de ese pueblo que tenía un pedazo de tierra en la que poder cultivar, comía hasta de sobra; la gente que no tenía más propiedad que su pobre sombra, a menudo pasaba hambre.
Había un colegio y un maestro para todos. El maestro se llamaba don Hilario. Era viejo y sabía más por viejo, que por maestro. Lo que enseñaba, unos querían aprenderlo y otros ignorarlo. La ignorancia es libre, el conocimiento cuesta adquirirlo
A don Hilario no le respetábamos mucho, pues hablábamos en vez de guardar el silencio que él nos pedía y cometíamos a sus espaldas cuanta travesura se nos ocurría.
Sin embargo, aunque no le respetáramos como merecía, le queríamos. Le queríamos principalmente por su figura achacosa, su patética manera de arrastrar los pies y por su mirada. Sobre todo por su miradas, una mirada que cuando la posaba en nosotros expresaba una mezcla de lástima, bondad y afecto.
De las muchas cosas que le oí, una principalmente se quedó grabada de un modo indeleble en mi mente: “Las cosas valen tanto como somos capaces de amarlas”.
Mis padres tuvieron que emigrar porque aunque uno esté acostumbrado a pasarla, uno se cansa del hambre.
Me ha caído encima una montaña de despiadados calendarios. Nunca más volví a ese pueblecito que me vio nacer. Ni tampoco volveré. Y no volveré porque la dureza de la vida me ha enseñado que casi todas las cosas hermosas que guarda nuestra memoria, el tiempo y los hombres con sus desmedidas ansias de cambio te las transforman y generalmente afean y estropean, cuando no matan.