Por qué las intervenciones parlamentarias, habitualmente, se leen

En el artículo anterior, traté de dar respuesta a las interrogantes que mi interlocutora, a quien denominé La Señora para no desvelar su identidad, planteaba  con ocasión de comparar la calidad de los actuales parlamentarios y los de las Cortes anteriores a la guerra civil de cuyas cualidades oratorias hacia merced su fallecido padre, todo ello en el transcurso del trabajo de campo que desarrollé en la zona de Cudillero días atrás.

 

Creo haber dejado claro que no sería justo hablar de vencedores y vencidos, sino de un cambio de enfoque de la manera de hacer política, con lo cual decae el sustento de cualquier comparación que exige identidad plena en la globalidad de sus elementos.

Me recrimina, amablemente, La Señora que no di respuesta a una de las cuestiones que me había planteado y que, a su juicio, evidencia bien a las claras, ese empobrecimiento del discurso parlamentario. En la época referida por su padre, los discursos nunca se leían, en la actualidad, la regla general es la lectura.

 

No tengo ningún reparo en admitir que, efectivamente, esto es así. La mayor parte de las intervenciones parlamentarias se leen. Tal es así que Felipe González en su intervención del día 15 de octubre de 1985, con ocasión del debate estado de la Nación (anécdota citada por Luis María Cazorla en su libro La oratoria parlamentaria) dijo para indicar que renunciaba a la simple lectura: “Tendré que pedir excusas porque he decidido pasar de la técnica de la lectura a la técnica del Parlamento”.

En efecto, la totalidad de los Reglamentos parlamentarios disponen que los discursos se pronunciarán personalmente y de viva voz.

El requisito de que se pronunciarán “personalmente” quiere evitar la lectura de discursos por un diputado en sustitución de otro ausente.

 

La exigencia de que se pronunciarán “de viva voz” viene interpretándose en el sentido de evitar la lectura íntegra de intervenciones previamente escritas, pero no existe ningún precepto que prohíba al orador utilizar un texto previamente escrito, por más que la lectura no favorezca la oratoria parlamentaria y sitúe  la intervención, en ocasiones, fuera del eje del debate.

 

Al llevar el discurso escrito, el orador se aleja del debate , por muchas adaptaciones que quiera hacer sobre la marcha, por que lo habrá construido sobre una opinión manifestada antes del debate, sobre unos hechos previamente ocurridos que pueden variar sustancialmente en el transcurso del propio debate.

 

El debate se transforma, así, en información, en descripción de opiniones previas que no van dirigidas al orador oponente, sino a los medios de comunicación, a la opinión pública.

 

Hay casos extremos. Es famoso el discurso de Mariano Rajoy en su intervención sobre el caso Barcenas, en el que llegó a leer hasta en nueve ocasiones la coletilla “Fin de la cita”, que en el texto escrito aparecía entre paréntesis como recordatorio para el propio  Presidente, y que, en principio, no tenía que leer.

 

Lo cierto es que, siendo esto así, en la actualidad quedan menos opciones para la improvisación que en los momentos  históricos a que se refería La Señora. La rigidez en la ordenación del debate y de sus tiempos, la férrea disciplina de los Grupos en lo que atañe a los contenidos de las intervenciones que deben reproducir la postura del Grupo sobre el tema debatido y no la del Diputado individualmente considerado, lo que conlleva a la prefiguración de los alegatos y contestaciones al margen de lo que diga el oponente, la complejidad de determinados debates en los que hay que utilizar gran cantidad de cifras y datos, limitan las posibilidades de improvisar.

Ello no obsta para que existan fases en el procedimiento de debate de determinadas iniciativas proclives a la improvisación. Esto ocurre en las réplicas, dúplicas, en los debates incidentales  y en la interpretación de los gestos.

 

Por tanto, la conclusión debe ser coincidente con la que manteníamos en el artículo anterior. No hay pérdida de calidad, sino cambios en el modo de debatir y de hacer política.

 

Ciertamente, como decía Ramón y Cajal: “Razonar y convencer, ¡qué difícil, largo y trabajoso! ¿Sugestionar? ¡Qué fácil, rápido y barato!, en todo caso hay que recordar que, como afirmaba Aristóteles, “Los discursos inspiran menos confianza que las acciones”.

 



Dejar un comentario

captcha