Viaje a Caracas

Otra vez efectué un corto  viaje a Caracas obligado por las circunstancias. Retorné más apesadumbrado que en otras ocasiones. El terruño se desmorona a ojos vista. Sentí aprensión y desazón. Angustia.

 

Intenté  romper la monotonía interior y crear la confianza y el diálogo que siempre existió en el pueblo criollo.

 

Sucedió en uno de esos restaurantes/piano –bar en la zona de El Rosal, el puntual sector  donde Caracas se divide de una forma casi brutal en dos mitades irreconocibles. 

 

Creo que en los últimos 30 años nunca pisé ese lugar, aún estando situado a  escasos 200 metros en línea recta de la vereda de Chacaíto, donde intenté morar y escribir de la trashumancia interior.

 

 En las mesas, entre boleros alicaídos o unos compases sueltos entre Vivaldi y Mozart, aparecía de golpe algo parecido a Agustín Lara o “Contigo aprendí” de Armando Manzanero.

 

 La mayoría de los hombres – igual a uno - , maduros, algo decadentes y venidos de todas las batallas de la subsistencia, tenían un aire muy “demodé” y esa sapiencia caduca, ramplona y venida a menos.  Entre mujeres de una edad imprecisa, destacaban jóvenes que podían ser secretarias, damas de ocasión o alguna que otra señora de estilo y postín. Un Babel de gustos, pasiones, resentimientos y miedos.

 

El conserje de los baños, un anciano enjuto de color canela y  mirada suspicaz, un claro exponente de esos mimos de Carlos de Luna… “renegreo y chicuelo; la mirada de gallo pendenciero” por lo mucho que ha visto y escuchado en confesiones envueltas en alcohol en esos lavabos con olor a escupitajos y micción urinaria  – por cuenta de la inconsistente próstata de muchos -  desparramada sobre el suelo.

 

- Aquí, señor usted, nadie es chavista.

 

Respondió a una pregunta extraña que los personajes de la alta madrugada solemos hacer, con algunos palos de más  en la sangre, y  cuando la mente se halla a esa hora efervescente y nos  sentimos igualitarios, complacientes o solidarios con un trabajador  que pasa más horas en esa letrina  que en su morada.

 

Si a esa ahora  del sábado por  la noche sacara una navaja de Esmirna como alfanje turco, cortaría,  igual a un pedazo de lacón o jamón de Jabugo, el aire jadeante, mientras un odio   sin honra se abriría a un drama cósmico, por lo que tiene de incomprensión.

 

Nos odiamos y no sabemos a fe cierta por qué. Chávez, y ahora Nicolás Maduro,  han traumatizado a los venezolanos. El primero ha sido un encantador de serpientes con las fauces sangrantes y la palabra falsa y mística a flor de boca; el segundo, su  heredero, poco o nada preparado a la hora de enfrentar los grandes problemas  de la nación petrolera.

 

Un ejemplo es la Guerra Civil Española. Pío Baroja narra aquel drama entre hermanos con una lucidez sorprendente. Sale de España viejo y sin un centavo, y con una  distante perplejidad ante el empeño de los dos bandos  enfrentados los unos a los otros.

 

Al no tener relaciones el escritor vasco ni con revolucionarios ni con reaccionarios, le pasa  como al murciélago del cuento. “Cuando va con los pájaros le dicen: tú no eres un pájaro. Y cuando va con los ratones: tú no eres un ratón”.

 

Ese chascarrillo es el drama de la mayoría de todos nosotros, los que siguen  allí y los que estamos fuera de sus fronteras.

 



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