En los pueblos erráticos de la España de secano, las bicicletas de Fernando Fernán-Gómez, sin dejar de ser sociales y realistas, son el vínculo de esos amores de temporada baldía entre las alamedas y las riberas de las charcas o riachuelos, en los pequeños burgos desmantelados y solitarios el resto del año.
A tal motivo, la cuartilla de hoy se empapará de querencia veraniega, tan lejana y mustia en las comisuras hendidas de nuestra propia esencia europea.
Apenas lo recordamos: hemos sido jóvenes, y vislumbramos sin ver las ansiadas locuras de la pasión vivida, ahora briznas de brisa hendidas sobre un pliegue de la carne.
Al articulista le es fácil hablar del afecto. Sabemos que el apego jamás decrece; a lo más, llega a arrinconarse un tiempo en las suturas de nuestros anhelos interiores y espera allí, como los segadores, el tiempo de la sementera.
La cosecha es inexorable y todo lo arrastra, menos los recuerdos que han dejado brumales tiernos cicatrizados
Rafael Alberti, autor de “Marinero en tierra”, decía que el apego es una alegría entre el fuego y el hielo, una irisación de luz penetrando en la ventana abierta del espíritu.
Esa es la paranoia del mes de agosto que termina; uno comienza escribiendo de la canícula veraniega y finaliza hablando del céfiro inclemente, de la cutícula, los recuerdos, los amigos lejanos en Caracas y esa travesura que nos traspasa con inusitado ardor: la añoranza de los tiempos idos.
Y aún así, hay lugar en la noche apaciguada para abrir un nuevo libro de Marguerite Duras.
A partir del día lejano en que llegó a nuestras manos y las hizo fuego candente, la pequeña obra “El amante”, colisionamos al instante con la espontaneidad sensitiva y honesta de una niña cuya carne se maceró en la avidez lasciva más dulce y pura que uno haya leído. En sus páginas la autora de “El mal de la muerte” va a nuestro lado entre los céfiros de la frontera de la subsistencia desconocida y, por imperativo de las dudas, jamás olvidada.
Duras era negativa: la vida no fue cruel con ella; solamente la machacó sin clemencia y la hizo papilla inquebrantable sin darle un momento de suspiro interior. Únicamente las rachas de brisa del monzón que le traían una y otra vez los recuerdos de aquella Cochinchina rebautizada Vietnam, le hicieron comedir sobre lo mal que se lleva la juventud con las hojas blancas.
Al ser el final de agosto, las antiguas frases que uno creía olvidadas, con el sosiego de la noche reaparecen, y uno escucha con nitidez a Duras. Está vieja, cansada, llena de alcohol, adolorida y enamorada de un joven que pudiera ser su nieto. Cometió todas las trasgresiones posibles y éstas fueron las más puras y vivenciales de su aguerrida existencia.
Un atardecer conversó de sus libros que la martirizaron sin piedad al no saber hacer otro acto de amor que le fuera menos doliente:
“La escritura llega como el viento, está desnuda, es la tinta, es lo escrito, y pasa como nada pasa en la vida, nada, excepto eso, la vida”.
¿A dónde irán ahora los cálidos días del verano agosteño? Morirán adheridos a un mar azul o en la mirada de un niño asombrado de la fluorescente luz que se apaga tenuemente y regresa, algo más cansada, al retornar el alba.
El mes finalizado no sabe percibir, como tampoco Duras lo llegó a comprender en su momento más desalmado, que el otoño húmedo de la vida, desguarnecido y sin hojas, se dedica solamente a cercenar las flemáticas horas del alma.
Si algo indican los senderos bifurcados de la expiración es a reconocer el poder extraño de la escritura. Ella va siempre ceñida sobre los ramalazos del espíritu y la carne en perennes dolencias humanas, las más improbables de ser acarreadas.
Quienes han podido realizarlo han sido estas dos mujeres excepcionales unidas a un mismo nombre: Marguerite. Una Duras y la otra Yourcenar. En medio, dos libros ya inmortales: “El amante” y “Memorias de Adriano”.