“Garbancito”, un perro mío miniatura llevaba mucho tiempo poniendo a prueba mi paciencia. Si le decía:
—¡Ven aquí!
Él hacía todo lo contrario, se alejaba. Y si yo le decía, porque no quería tenerlo cerca:
—¡Fuera! ¡Márchate!
En vez de irse “Garbacito” se tumbaba a mis pies. ¡Era desesperante su actitud!
Un día me encontré en el mercado a mi primo Telesforo. Mi primo Telesforo tiene una pequeña granja a las afueras de Estepona. Nos preguntamos por nuestras respectivas familias. Tanto la suya como la mía, aparte de las consabidas dificultades económicas, en lo de la salud iban tirando bien. Él se me quejó de lo mal que sus gallinas le ponían en aquellas fechas.
—Acusan el frío, y eso que les he puesto calefacción, lujo que yo no tengo en mi vivienda por lo mucho que suma la factura de la luz.
—Bueno, no tienes calefacción en tu casa porque ninguno de vosotros, que yo sepa, ponéis huevos.
Mi guasa tuvo éxito y los dos nos reímos.
—De todas formas recuerda el dicho: En el tiempo de la graná, la gallina no pone ná.
—Joer, primo, eres más de campo que yo.
—No sé si tomarme a bien o a mal esto que acabas de decir. Bueno, voy a lo que importa; mira, me tiene desesperado ese perrillo mío Es el animal más desobediente de este mundo.
Después de escuchar mis quejas, primo Telesforo me hizo una amable propuesta:
—Déjame a ese animalillo unos días y verás como yo te lo cambio.
—Eso está hecho y te adelanto mi agradecimiento.
Le llevé a “Garbancito”, que cuando se vio preso de una correa que sujetaba mi primo, y a mí alejarme hacia el coche se puso a gimotear con tanta pena, que me puso el corazón como pan en remojo.
—¡Vente a por él dentro de una semana, primo! —me gritó Telesforo.
Pasó una semana. Yo echaba tanto de menos a “Garbancito” que no paraba de pensar en él, en su mansa mirada, en sus cariñosos lengüetazos y en los desenfrenados movimientos que me dedicaban su rabo. Llamé a mi primo.
—Puedes venir ya a por él. Y tráete de camino una docena de cervezas que me he quedado sin ninguna.
Entendí que este sería el pago por su esfuerzo de educarme a “Garbancito”.
Telesforo se puso alegre con las cervezas (para mí que le tiene manía al agua), y “Garbancito” se volvió loco de contento al verme. Daba saltos locos. Volteretas en el aire y unos ladridos que me sonaron a música celestial.
—Vaya lo que te añoraba tu perrillo —se admiró mi primo.
—Más lo añoraba yo a él —sincero, acariciándole con infinita ternura la peluda cabeza.
—Venga, largaos los dos que tengo trabajo. He de ir a cortar un poco de alfalfa para el burro, que todavía no ha desayunado hoy. Ya podéis escucharle como rebuzna, parece un cantante de ópera (el género “vocero” que a mi primo le mola es el flamenco).
—Digo si rebuzna, se le escuchará desde la Moncloa. Ya mismo te cobran por tener burro.
—¡Calla, primo, no les des ideas, joer!
—Me voy a ir. Gracias por todo, primo.
—De nada. La familia está para algo, ¿no? Hasta la vista.
Puso él las cervezas a la sombra y se dirigió con la hoz y un capazo hacía la parcecelita donde tiene plantado el forraje.
Por el camino, “Garbancito” y yo mantuvimos una conversación tonta, pamplinosa.
—¡Qué rebonito eres, joer! ¡Y mira que te quiero yo, sacodepulgas!
—¡Gua! ¡Gua! ¡Gua, gua, gua!
Y en cuanto llegué a casa y él se bajó del coche y empezó a darle desesperada tarea a sus narices olisqueando por mil sitios diferentes, decidí entonces comprobar la labor educativa que mi pariente había realizado con él, y le llamé:
—¡“Garbancito”, aquí! ¡Ven aquí, bonito!
En lugar de obedecer mi orden, mi perrillo se alejó varios metros más de mí. Solté un bufido de exasperación. Mascullé gran enojo dedicado a mi primo Telesforo:
—Ya me extrañaba a mí que ese palurdo hubiera conseguido progreso alguno. No sabe obligar a sus gallinas a poner huevos en otoño, va a saber cómo educar perros.
Esperé a calmarme antes de coger el teléfono y marcar el número de su granja.
—Primo, me parece que tú sabes tanto de perros, como yo de descifrar jeroglíficos egipcios —el solté con recochineo—. Le he ordenado a “Garbancito” que viniera y se ha alejado de mí.
—Normal.
—¿Cómo que normal? —sintiendo recorrer mi cuerpo el hormigueo de la indignación.
—Pues normal —ratificó él—. ¿No te has dado cuenta de que tu perro padece dislexia? Dale las ordenes al revés de lo que quieres que haga, y verás el resultado.
—Tú estás loco —dije enfadándome.
—Y tú no sabes nada de perros. Y te dejo porque tengo que atender a una oveja que está apunto de parir, ¡paleto!
Colgó inmediatamente mi primo. Aunque creí saber el significado de la palabra dicha por él: dislexia, la busqué en mi diccionario de la RAE. Y allí ponía: Dislexia: alteración de la capacidad de leer, por la que se confunden o se altera el orden de las letras, sílabas o palabras.
Quedé muy pensativo. Reflexioné. Reconocí que mi primo con un coeficiente de inteligencia de 180 me había estado tratando, equivocadamente, como a un igual. Y de pronto entendí lo que había significado con lo de dislexia. Me fui hacia donde se encontraba “Garbancito” jugando con una pelota de tenis junto a la maceta de la María Luisa (plata muy buena para quitarte el flato) y le ordené:
—¡Ven aquí, “Garbancito”.
Inmediatamente él se alejó. Realicé una nueva prueba:
—¡“Garbancito”, fuera! ¡Márchate!
Inmediatamente se vino hacia a mí, veloz, meneando el rabo con tanto entusiasmo, que no sé cómo no se le despegó del culo.