De la obra literaria de Truman Capote- irreverente, mundana, maliciosa con causa y edulcorada - nos sostenemos con uno de sus libros menos subrayado: “El arpa de hierba”, un paseo de infancia escrito de forma admirable. Más tarde, siguen sus cuentos y, algo más alejadas, páginas como “A sangre fría”, Plegarias atendidas” o “Desayuno en Tiffany´s”.
Tras dos décadas y media de su muerte a cuenta de una existencia disoluta de alcohol y drogas, apareció el relato “Crucero de verano”. Igual que “Plegarias atendidas”, fueron papeles perdidos de una obra que el autor no quiso, o posiblemente no pudo, finalizar a su manera.
Las cuartillas de gruesa letra, son una especie de cuento de auguras convertido en tragedia, algo distinto de lo sucedido con la propia novela aparecida de forma casual.
Tras el éxito de “A sangre fría”, Truman se mudó de su viejo apartamento de Brooklyn, Nueva York, abandonando en su estampida una caja con papeles que el portero del edificio rescató y guardó. Tiempo después, el hombre la vendió y apareció en una subasta de la Casa Sotheby´s. Allí estaba el manuscrito de “Crucero de verano”.
En una nota sobre el texto, insertado en la edición americana, se dice que el manuscrito estaba en cuatro cuadernos escolares y sesenta y dos apuntes complementarios, guardados en los archivos de la colección Truman Capote de la Public Library de Nueva York.
Los redactores han corregido silenciosamente los solecismos y faltas de ortografía. En los casos en que el significado del texto era dudoso, añadieron algún signo de puntuación, como una coma, e insertaron una palabra en unas pocas frases en que faltaba alguna.
Indudablemente, esas “cortas correcciones” no le quitan ni un ápice al texto. Truman es fácil de seguir, no es complicado, aunque, en ciertos párrafos, genial rayando en lo divino.
Un critico - Adam Mars- Jones- dijo: “El ritmo de su prosa es perfecto. Como era de esperar. Capote es mucho mejor cuando se ocupa de los ricos que de los pobres. Después de todo, sus gustos se inclinaban por lo exquisito, por el brillo, la fantasía y la belleza de las insinuaciones”.
En cierto momento, cruza en las páginas de ese crucero la ciudad indeleble en el instinto impulsivo de Truman: Tánger, esa urbe venida amenos sin efebos en flor ni noches al tufillo de droga venida del desierto.
Nueva York y la Isla de Capri, fueron otra cosa: el sosiego de una parte y el tumulto necesario para seguir activo en la otra comunidad de cemento y hierro.
En la localidad marroquí gobernaba entonces Paul Bowles, sumo sacerdote de una religión cuya piedra de los sacrificios era un jovencito de piel canela entre un mar de venas que el escritor bebía hasta emborracharse.
Tánger le representaba a Truman la frontera sin códigos morales y el pasaporte color azul de la libertad, el mismo que se hace añicos en “Crucero de Verano”.
Tengo la certeza que la corta novela es un tiempo crucial en la marabunta vida del escritor que mejor supo apurar el vaso de las toxinas.
Aquel verano fue su propio y único estío espiritual.
Otros, tal vez, no pudieron decir lo mismo. Y hablamos de Allen Ginsberg, Tennessee Williams, Jean Genet, André Gide, Cecil Beaton, Gore Vidal, Haro Ibars, y toda una legión de bohemios que saborearon hasta el cansancio y la pasión de la carne reblandecida, los vapores voluptuosos de la que fue una de las ciudades más mundanas y bárbara del al-Maghreb.
En estos tiempos frustrados no solemos ir a Tánger. Ya no están en sus zocos, callejuelas y tabernas morunas el lejano tiempo lascivo, el “travelling” de unos ojos de mujer perdidos en un añejo y bullicioso “night club” con sabor a sándalo, grifa, alcohol y toda la negrura de las fogosidades fracasadas.
Con los años hemos cambiado de aposento - nos dimos cuenta demasiado tarde - y una existencia vacía nos lleva ahora, cuando tercia, a Rabat- Saleh, lugar en que las tarde salitrosas del océano nos refrescan la mente, mientras a sorbos tomamos té verde a la lobreguez del Alcazaba de los Udayyas, viendo los días lánguidamente cruzar como un rebaño de corderos empujador a partir la voz cantarina de un berebere desviado de sus barrancos del Atlas.
Si Truman hubiera conocido Rabat, hoy sería un anciano con chilaba sentado en una mesa al aire libre del Hotel Balima observando con ojos afianzados el bullicio de gente camino de la Medina.
Sé por hábito que el lugar le hace a uno reconfortarse con la vida a cuenta de los vientos alisios venidos del cercano Atlántico.
Vivir, tras años inventándolo, no es importante; lo es, sí, observar en esa avenida de Mohamed V a la gente mirándote, aunque nadie aparenta que lo hace.