Dos libros nos acompañan en el fugaz viaje a Caracas. Pocos días estaremos en los despejados aires de la cordillera avileña del Caribe. No es bueno regresar a los lugares donde se han dejado jirones durante más de media vida y algunos de ellos, si aún se palpan, hieren.
“Caminos de los griegos”, escrito en 1930 en Dresden, Leipzig y Munich por Edith Hamilton, y aún realizándolo de forma antiacadémica, creemos que ha sido el mejor trabajo de la cultura griega. Ya pertenece a la Biblia pagana helénica. Las otras cuartillas pertenecen a la incomparable Marguerite Yourcenar. El tomo es pequeño y la mayoría de sus cuartillas han sido escritas en Japón con ternura en el recuerdo del teatro “Kabuki”.
Ya no estoy solo en el viejo hotel El Conde de Caracas.
La autora de “Opus Nigrum”, igual a la Hamilton, siempre razonaron que la mayoría de las obras modernas parecen huecas “como latas de conserva vacías”. Asumo idéntica idea. Se escenifican en la actualidad obras de Shakespeare o Esquilo - el primer dramaturgo - de manera extravagantes y faltas de originalidad.
Esa es la razón de regresar con el pensamiento a Grecia, envolverme en el trayecto de un tiempo cuando nació lo más extraordinario del pensamiento humano: el diálogo llegado del aliento Olimpo.
Cuando Constantino Kavafis, el poeta alejandrino, escribió los versos “Volviendo de Grecia”, se volvió un canto cuyas estrofas lloramos todos sobre ellas alguna vez.
“Es tiempo de que admitamos la verdad: / somos griegos -pero ¿qué más? - / con gustos y sentimientos asiáticos, / gustos y sentimientos a veces ajenos al Helenismo.”
Grecia es la imperecedera sangre mezclada con muchas otras. No importa que primero fuera jónica, después de los dorios, al saber que aquellas alianzas en el Peloponeso donde había un Pericles más dios que hombre, permitieron la llegada de un Filipo de Macedonia con el mejor legado: su hijo Alejandro.
Posteriormente, durante siglos, la gloria se tornó polvo. Rotas las antiguas alianzas, todo fue fácil a Roma, también la mitología, y con ella la leyenda grecolatina de los mitos (casi cuentos infantiles según Voltaire), marcadores imperecederos de otros “mythos” reflectores de nuestra esencia actual.
Eran los tiempos en que en Grecia los dioses estaban vivos y en las ciudades de los césares nos explicaron la razón del Cosmos.
Zeus, Dionisios, Apolo, Hera, Afrodita y tantos otros, fueron grandes a cuenta de la simple cognición de haber sido antes profundamente humanos.
Sin darnos cuenta todos somos helénicos y mamamos la esencia de esa raza. Allí nació una de las cualidades que hizo al hombre universal: el diálogo.
De Grecia actual conozco el aire y las costas de Creta adonde un lejano día fui a sembrar sémola del Mediterráneo y a bañarme, en una noche de mil vapores, en aceite de oliva.
Esa tierra “del pensamiento y su eternidad” nos sigue sabiendo a miel, flor de romero, hojas de laurel, pinos resineros y los ensortijados enredos del cancerbero del amor cuya esencia pervive aún en la vejez.
Lo supo Marguerite Yourcenar cuando hablaba del emperador Adriano en los postreros días de su soledad en las estribaciones de Tivoli, y Edith Hamilton al decirnos:
“Más allá de los últimos picos y de todos los mares del mundo”, se yergue la serena república de los que Platón llama “los bellos e inmortales hijos del espíritu”.
En nuestros tiempos actuales necesitamos buscar ese santuario silencioso, la esencia asombrosa de la Grecia amansadora de pueblos imperecederos.