El mar Cantábrico está algo cerca, allá, en las laderas de Somió, es veraniego, caliente y hay un penetrante olor a salitre venido de las algas de sus rocas. El cielo, de un gris ceniciento, es el de mi tierra astur. Nos conocemos, y el saludo se hace sin palabras, con un templado gesto.
En la parte vieja del cementerio entre un camino estrecho de enjutos cipreses, siento venir la esencia trasparente de madre. Cuando presagia mi presencia, comienza a zumbar unas estrofas de arremolinadas que amainan mi espíritu. Es el viejo saludo. Su melodía habla de apego, celada, y de que estará allí siempre esperando.
Al sentir mi presencia, vuelve la cabeza, mientras deja entrever en la juntura de los labios una sonrisa mohína. Hay un penetrante sabor a heno seco y harina de maíz descachada.
Me comenta, casi sin haber podido sentarme a su lado, de Carmen María, la muchacha soterrada a su lado y que un gañán cosió a puñaladas.
María era una joven a la que el único hombre que tuvo de verdad y le marcó las entrañas, un mal día la zurció con una navaja. Vino a la necrópolis en pedazos, y madre, con estoicismo, usando hierbas medicinales de los campos vecinos y los pocos conocimientos de anatomía que aprendió en la Guerra Civil, fue reconstruyéndola de nuevo. Ahora vuelve a cimbrear entre los nichos y más de un muerto se desespera. Tiene un amor silencioso, un militar muerto en duelo de honor, pero él solamente atina a mirarla y a lanzar suspiros como si los canalillos de su espíritu temblaran de querencia.
Infortunadito el hombre, comenta madre. Desmedida edad para la muchacha, no puede controlar su ánimo y éste se le sale del cuerpo nada más verla. Ella está sola y sacudida, pensando siempre en aquel mal soplo que la encerró en esta parte de las sombras, mientras el guerrero suspira sus cuitas. Habla de él.
- Jamás he visto que viniera a verlo nadie. Al principio, hace de esto mucho tiempo, una dama de mediana edad solía llegar con un ramo de rosas y colocarlas sobre la losa. Un día dejó de venir y las últimas ternuras en flor terminaron también convertidas en polvo y olvido.
Tal vez madre no sepa que el amor es una fruta que el tiempo disipa.
Le insinúo, con el deseo de romper la crudeza del silencio, que el militar es de su misma edad y le puede ayudar a calentar la tumba. En seguida corta: “El hombre presumiblemente necesite otro cuerpo donde calentarse, pero a la mujer le sobra con sus recuerdos. Yo los he tenido y llenan cada una de mis horas de aislamiento. Y algo cierto: ya no soportaría otros sudores que no fueran los míos".
Ahora el olor de los labrantíos del campo inclinado hacia el barrio Llano del Medio, en Gijón, es cada vez más cercano.
Se acrecentó el viento y los árboles se han enmarañado en las inclinadas laderas. En este instante, si cerrara los párpados, sobre el mijo y la mazorca vería correr mi perdida niñez, la misma que aún perdura entre los surcos de la piel cuarteada.
¡Campos de mi infancia en los senderos de Ciares! Sin ellos saberlo guardan la borona que con leche recién ordeñada ponía madre sobre la mesa de madera estrujada de lejía, y hoy, media vida larga después, al desgranar esas nostalgias, siento el arcaico anhelo del hogar disipado entre brumas y añoranzas.