La sodomía no es un vicio al viejo uso moral del judaísmo y el cristianismo; fue, y lo es con creces, una forma de vivir. Todo comenzó, siguiendo los pasos de Atenas, en la antigua Roma con sus desenfrenos y su virtudes, es decir, la vida saliendo al paso sobre las sábanas del lecho del rey Nicomedes y con un César florido vestido de guindas y rosas entre vapores de seda y las palabras poéticas de la filosofía platónica.
Ignoro si el árbol erguido en el parque “Los Viveros” que rezuma al viento frente al apartamento en que vivo en Valencia, sabe de eso, no obstante en su esbeltez, movimiento de ramas y hasta caída de hojas – no de ojos – tiene un aire de retoño meloso, un vaho de “paloma helada” en palabras de Federico García Lorca.
En lo particular, no me adjudico memoria erótica, sino pasión, que puede ser lo mismo, pero no llega más allá de los juegos fantasiosos.
Natural; ya en las postrimerías de la baja edad media, Juan Ruiz, más conocido como el Arcipreste de Hita, en su “Libro del Buen Amor”, decía con sapiente donaire en castellano meloso y arcaico:
“El mundo por dos cosas trabaja: la primera, por aver mantenencia; la otra era por aver juntamiento con fenbra plazentera”.
La llegada de Internet y su envoltura libertaria ha sido como descubrir de un sopetón el Mare Nostrum, ese lago interior hervidero de las mejores civilizaciones que diera el mundo antiguo. Hace unos usamos el navegador Google con el intento de buscar datos sobre el amor libre en la época romana y, como si de una desbandada catarata de agua se tratara, el ordenador se inundó de cientos de páginas. Nada se pudo hacer para frenar la avalancha. Borrar era imposible: todo se multiplicaba como hongos a finales del otoño.
Recordé el “Diario” de André Gide cuando hablaba de estética y moralidad coníferas. Es decir, hasta para ser mariposón, hay que tener estilo, estirpe y clase. No ser un esperpento.
Con el descanso obligado en estos días calurosos del sofocante verano mediterráneo, leer a la sombra de un cobijo que mueva aire, es agradable. Acompañado de alguna cerveza- ese elixir que ya conocían los egipcios – y una jarra de horchata, leer algún libro no revisado y recordar otros, es desparramar las tardes mientras cruzan muchachas en flor con risas y poses provocativas.
De Manuel Vicent no conocíamos aún “Tranvía de Malvarrosa”. Estando años en Venezuela el libro publicado por primera vez en 1994, no había llegado a las librerías. Con la entrada del chavismo aparecieron menos, habiendo momentos en que casi ninguno. Sus páginas son un pedazo de adolescencia saliendo a nuestro encuentro. En sus cuartillas recuerdos, travesuras de un tiempo inolvidable a través de ese camino que va de la adolescencia a la juventud.
A la par de los relatos de del autor de “Balada de Caín”, Premio Nadal, versos de Alexander Pushkin del que admiro sobremanera el relato “La hija del Capitán”.
E intentado ser consecuente con la croniquilla veraniega de hoy, el tantas veces manoseado “La musa de los muchachos”, antología de poesía pederástica de Estratón de Sardes, unas cortas composiciones efébicas del siglo II de nuestra era, y en cuyas fuentes bebió con placer inusitado Constantino Kavafis en las tabernas de Alejandría, al mismo tiempo que Lawrence Durrel nos legó “El cuartero de Alejandría” con nombres propios: Balthazar, Mountolive, Clea y la incomparablemente bella Justine.
Leo a Estratón – bien traducido por Luis Antonio de Villena - :
“Recuerda, recuerda el verso sagrado, que te dije un día: / La adolescencia es lo más hermoso y lo más fugaz. / El pájaro más ligero en el aire no gana a la juventud. / Mira ya todas las flores yaciendo en el suelo”
En la playa de Malvarrosa el cielo está nacarado, y un mundo de alegrías sueltas, risas, saltos, abrazos y zambullidos en al agua, alegran la mirada del escribidor. Los años se han ido y aún así queda ago de pasión en la comisura del deseo. Me siento recompensado viendo a una joven mujer repujando su cuero cobrizo delante del chiringuito en que descanso entre la horchata y el lúpulo.
Por algunos momentos me siento más juvenil que cuando era un soñador sin fronteras.