Es dramático vivir en el planeta Tierra y, la mayoría de las veces, a cuenta de un espanto insoportable.
Un niño es manipulable, gotea entusiasmo en cada uno de sus poros. Quiere comerse la vida a dentelladas y la muerte, al desconocerla, aún no le da miedo. La vida le parece un vídeo-juego y la tecnología ayuda a ello.
Cada día se hacen armas potentísimas y, a la vez, más livianas y manejables. Hasta un infante las levanta. Y vaya si lo hacen. Da miedo, ya que pueden usar fusiles de asalto AK47 o M16, dado que su peso ya no es problema.
Los conflictos bélicos no respetan a nadie, siendo son los impúberes los que más sufren las consecuencias de la falta de comida, abrigo y medicinas.
En tiempos de conflagración, el sarampión, las enfermedades diarreicas y las infecciones pulmonares causan la muerte de entre el 50 y el 95 por ciento de los menores de cinco años. A veces la “suerte” les sonríe y no mueren, pero el comportamiento psicosocial del chiquillo da un vuelco después de presenciar atrocidades de espanto.
Desde África a Oriente Medio pasando sobre Asia y llegando al continente latinoamericano, los niños son adiestrados en crímenes y sabotaje, aprendiendo, igual que si sumaran, restaran o repasaran historia, a ser unos feroces combatientes. Algunos con apenas 10 años ya contabilizan, en el haber de sus éxitos, los atentados.
En Colombia numerosos críos son asesinados cada mes a consecuencia directa de una guerra civil no declarada.
La mayoría de los pequeños sobrevivientes en las barriadas y en los campos, lugares en que la guerrilla y los paramilitares operan, se convierten en sicarios y, sin levantar un palmo del suelo, ya saben manejar una pistola y enfrentarse a la violencia cotidiana con una madurez que impresiona.
Es alarmante el aumento de pequeñuelos en todos los grupos armados. Los paramilitares de derechas, las guerrillas de izquierda y hasta el propio ejército, cuentan con menores de edad en sus filas.
En las abandonadas zonas campesinas, cada familia es obligada a entregar a uno de sus miembros a las organizaciones subversivas. Y en estos casos, casi siempre son niños, pues los jóvenes hace tiempo desaparecieron y los ancianos solamente sirven para recoger rastrojos en los desolados surcos de los campos.
A esto podemos añadir los menores desplazados, consecuencia directa de esos conflictos, pero que están ahí y se sienten con una brutalidad espeluznante.
Los males son endémicos, están arraigados a la piel. Se llegó a la “cultura de la violencia”, a convivir con ella, y en esa situación los niños se convierten en adultos de un tirón, sin pasar por las estribaciones del alma donde están los sueños de la inocencia.
La última pavorosa tragedia es la de los jovencitos – críos todos ellos - que saliendo de países como Honduras, Bolivia, Nicaragua, Panamá – y recibiendo el nombre de “generación perdida”, cruzan a pie, o en carros, camiones y trenes destartalados toda Centroamérica con la esperanza de llegar a México y desde allí entrar a los Estados Unidos, esa inmensa nación que contiene todos los sueños y esperanzas de esos pequeños. El drama, cruel y tremendo, hiela la sangre y rasga las conciencias
Hay países como Honduras que se ponen de moda y entonces todo el mundo habla de ellos. Un día es porque dan un golpe de Estado, otras por la pobreza, otras porque sus capitales, Tegucigalpa y San Pedro Sula, son las más violentas del mundo y otras veces, como ahora, por sus niños. O lo que es lo mismo, la suma de las tres anteriores. "La generación perdida de Centroamérica", titulaban días atrás los periódicos locales al ver cómo sus hijos vagan entre tres países o pasan los días en albergues fronterizos entre Estados Unidos y México, desbordados con más de 52.000 de chavales de entre dos y 17 años sin padres localizables.
Cada año unas 370.000 personas – el 32 por ciento niños - atraviesan el país azteca en un tren carguero cuyo nombre refleja su desventura sanguinaria: “La Bestia”. Un torrente humano a merced de los cárteles de la droga, las mafias de prostíbulos y la corrompida policía fronteriza mexicana.
Ninguno de esos chicuelos serán el reflejo de un crisol de mirlos, una luna redonda, grande, amarillenta, mientras hay un ángel rubio durmiendo sobre un campo de madreselvas y geranios rojos.
Tal vez más humanas las palabras del poeta de Orihuela Miguel Hernández: “Desperté de ser niño, nunca despiertes”.