La música sosiega, calma los pesares del espíritu, ayuda a la placidez y, en momentos de honda pesadumbre, a ver la existencia cotidiana un poco más conspicua. Las notas del pentagrama melodioso abrieron sueños de libertad durante todo el recorrido de la raza humana y sin esa insondable y traslúcida serenidad el vivir sería parco a la hora de expresar los sentimientos, ya que las melodías galantean las querencias y pasiones arrinconadas en los pliegues del espíritu.
Y hay más: la música, su fuerza, el impulso que simboliza en una partitura al leerla o escucharla, nos trasforma y nos hace libres, al ayudarnos ante los desalientos o fracasos habituales.
Tal es ese arranque y empuje que muchos pueblos suelen usar las cacerolas, cuando no disponen de otros instrumentos rítmicos para arrancarles notas, y de esa forma recordar con apasionante ardor, que el afán de emancipación se puede – y se debe – expresar de muchas maneras, también con sonidos de peroles, vasijas, cucharas o marmitas.
En estos tiempos tan confusos nacidos del frágil equilibro del mundo, Giuseppe Verdi puede servir como apoyo moral para lo que lo tantos millones de seres humanos desean: paz, justicia y libertad.
Verdi, nacido en Le Roncole, localidad a siete kilómetros de Busseto de Parma, tierra italiana en aquel tiempo de 1813 gobernada por Francia, fue en unos años el ejemplo de la revolución mediterránea sobre el camino de forjar una nación.
Solo habría que recordar que Constitución y Democracia fueron conceptos prohibidos en aquella Italia desmembrada. Lombadía y Véneto pertenecían al Imperio austriaco; Nápoles y Sicilia estaban en manos de los Borbones; el poder del Papa alcanzaba hasta las legaciones del Adriático, y sólo Piamonte, Saboya, Génova y Cerdeña, conformaban un pequeño reino problemático dedicado a defender el régimen constitucional.
Pocas veces un genio humano fue a la vez tantas cosas juntas. Hay razón cuando se dice que el siglo de Verdi fue una canturía inquieta, colosal, sublime, donde la creación artística se unió al sentimiento por una patria rota que necesitaba ante todo unidad para hacer frente al futuro.
Un crítico escribió: “Los años que al maestro de Busseto le tocó componer, escribir, amar, pero ante todo ser político, han sido los de un huracán levantado sobre una Italia que, si no hubiera tenido a Verdi, hoy su música hubiera sido menos universal, y eso que esa tierra ha dado genios sobre partituras sublimes.”
Nuestro oído es sordo a la armonía, y con todo sentimos ante ella afecto especial. Siempre nos emocionamos al escuchar las voces de una soprano, tenor o bajo, así como el sonido de una flauta o las notas de un piano.
Siempre que he podido ir a Berlín suelo transitar al encuentro de la Puerta de Brandeburgo. Allí, en el suelo de la parte Occidental, cuando comenzó a caer el muro a picotazos y manos, alguien garabateó con alquitrán unas palabras perdurables:
“La libertad es para el cuerpo social lo que la salud para cada individuo. Si el hombre pierde la salud ya no disfruta de placer alguno en el mundo; si la sociedad pierde la libertad, marchítase y llega a desconocer sus genes”.
Nota: Estas líneas están ofrendadas a un pueblo que añora cada día la libertad, una tierra que sin el sonido de la música autóctona dócilmente podría vivir.
La canción “Alma llanera”, himno popular venezolano, lo dice con expresión hermosa:
“Yo nací en esa ribera del Arauca vibrador /soy hermano de la espuma, / de las garzas, de las rosas / y del sol.
Amo, lloro, canto, sueño, con claveles de pasión / con claveles de pasión / amo, lloro, río, sueño, / y le canto a Venezuela / con alma de trovador.”
No siempre la tierra caribeña de hoy vivirá entre cadenas. Esa nación, más pronto que tarde, dejará de doblegarse y el “Alma llanera” volverá a florecer y ser libre como las flores del araguaney y el trinar del turpial.