Anacleto ni tenía amigos ni quería tampoco tenerlos. Estaba casado y su esposa lo amaba todo lo que una mujer puede amar a un hombre (que en bastantes casos puede ser mucho y, en otros, menos que nada). Por su parte él la amaba a ella profundamente, muy profundamente. Pero no eran felices. No eran felices porque a Anacleto le era imposible librarse de la desconfianza que le había sembrado su padre con una frase repetida miles de veces:
“No te fíes de ninguna mujer, hijo; llevan dentro de su alma el veneno de la traición. Acuérdate de tu perversa madre y de lo que a mí me hizo: largarse con mi mejor amigo”.
Anacleto, con su precaución de no tener amigos se creía seguro: su mujer no podría marcharse con algún amigo suyo, porque él no tenía ninguno.
Pero Anacleto cometió un grave error: consintió que su cónyuge sí tuviera amigas, y un mal día, para él, su mujer se largó con su amiga Marisa con la que se llevaba tan bien que parecían almas gemelas y cuerpos siameses.
Anacleto vivió una larga temporada amargado, sin alegría ni ganas de vivir. Finalmente, cuando más hundido estaba, conoció a Gustavo, un camionero fornido y cariñosísimo que supo procurarle todo el consuelo que él necesitaba…y más.