¿Más allá de la República y de la Constitución?

Si es cierto que más vale tarde que nunca, quizá sea el momento de abordar unareforma completa y profunda de la Constitución española. Por ello, en mi opinión, el legítimo debate sobre el derecho a decidir entre Monarquía o República no debería utilizarse como una “bala perdida” que puede acertar o no en el objetivo, con más probabilidades de fallar en las circunstancias actuales (puesto que la composición actual del Parlamento se alimenta de –y empuja hacia– una solución  de continuidad difícil de modificarse desde la legalidad vigente). Ese debate puede ser más fructífero si se vincula a la apertura de un proceso constituyente destinado a reformar la Constitución como un paso necesario –aunque no suficiente– para mejorar la calidad de la democracia española. De ahí la conveniencia de incorporar a la agenda, como mínimo, los siguientes aspectos básicos:

a) Federalismo fiscal. Reforma del Título VIII de la Constitución para avanzar hacia un Estado federal, arbitrando mecanismos de carácter político y fiscal que refuercen la cohesión económica y social y respeten las diferencias entre los pueblos y nacionalidades que configuran el Estado español –y estén dispuestos a participar en ese proyecto común–. Eso supone avanzar hacia un federalismo fiscal en el que las Comunidades Autónomas (nacionalidades o regiones) puedan gestionar la mayor parte de la recaudación fiscal, dejando solo algunas figuras tributarias en manos de una autoridad central y asumiendo mecanismos de compensación interterritorial y solidaridad, destinados a reforzar políticas públicas en favor de la igualdad de oportunidades económicas, políticas, sociales, culturales y en todos los ámbitos. Mediante la búsqueda de un consenso lo más amplio posible, el federalismo fiscal debe implicar mayor corresponsabilidad en el gasto, además de racionalidad, solidaridad, transparencia y sostenibilidad, así como instrumentos capaces de garantizar eficacia, estabilidad y progresividad tanto en la obtención de mayores ingresos fiscales como en la financiación de las actividades específicas del gobierno central o federal.

b) Circunscripciones y organización territorial. Reforma de la organización territorial del Estado, que incluya una nueva configuración de las circunscripciones electorales –o una circunscripción única para la Cámara baja–, además de una redefinición de las funciones y composición del Senado (salvo que se opte por su desaparición), de acuerdo con criterios de representación territorial más ajustados a la idea de crear una Cámara de las nacionalidades (o como se considere más adecuado denominarla). Porque el actual Senado, además de ineficiente, costoso y ajeno al objetivo de mejorar el bienestar colectivo, solo parece cumplir la función de reforzar un bipartidismo pernicioso para transmitir la idea de que los representantes políticos tienen que estar al servicio de sus electores, al servicio de los pueblos, en lugar de acomodarse en sus puestos para atender los intereses de los sectores económicos, políticos, financieros y sociales que les apoyan, y a los que sirven, a veces de manera directa y otras con su inacción. Pero la configuración del Senado como Cámara de las nacionalidades difícilmente podrá abordarse sin reformar la Ley electoral y rediseñar circunscripciones electorales más amplias, tal vez en un proceso paralelo a una nueva organización territorial que reduzca algunas de las actuales estructuras administrativas del Estado. Algunos países vecinos ya han optado por reducir su número de regiones y ayuntamientos; en el caso español habría que valorar qué cambios pueden e incluso debe realizarse en el ámbito de las diputaciones, las corporaciones municipales, las provincias…

c) Marco de relaciones con la UE. Reforma de la Constitución española en todos los aspectos necesarios para contribuir, también, a un cambio sustancial tanto en el Tratado de la Unión Europea como en las relaciones de España con la UE. La futura y deseada –aunque difícil y tal vez insuficiente– reforma constitucional no debería perder la ocasión de reafirmar la necesidad de avanzar hacia otra Europa, hacia una Europa que también cuente con medios de acción para luchar contra el aumento de las desigualdades, porque sin ese paso necesario la brecha entre ciudadanos y políticos e instituciones seguirá ampliándose. Si se reformó la Constitución española de manera fulminante para dar satisfacción a quienes pedían encajar las referencias a las finanzas públicas en las pautas de la errónea y nada imparcial austeridad que prevalecen en Europa, ¿por qué no introducir nuevas reformas que puedan servir de base para una Europa distinta? Para una Europa más social y cohesionada, y no solo favorecedora de los actuales oligopolios. Es cierto que en algunas materias fundamentales el Tratado de la UE está por encima de las legislaciones nacionales, pero no puede anularlas ni marginar o ignorar sus fundamentos constitucionales.

Con estas referencias, lanzarse en pro de una única “batalla” sobre el derecho a decidir entre Monarquía y República puede ser un modo de no afrontar una “guerra” completa, una guerra contra un modelo de organización social y político que no satisface a un gran número de ciudadanos. Esa batalla se quedará “coja”, e incluso podrá sufrir una derrota muy frustrante, si solo se centra en el debate sobre quién ejercerá la Jefatura del Estado, sin plantear la necesidad de otros cambios que permitan configurar otra España en otra Europa, ni cuestionarse cómo se han de ejercer las atribuciones de la Jefatura el Estado, ni cuáles son sus finalidades, ni qué instrumentos y límites acompañan esa acción.

Aunque el “derecho de sangre” no tenga cabida en una democracia como la española –aún en fase de consolidación, no tanto por sus aspectos formales como por la ausencia de mecanismos de transparencia en los partidos políticos, por el escaso desarrollo de otras formas de participación cívica que completen la participación política y por el encaje inadecuado de las distintas realidades nacionales y regionales en un proyecto común–, parece más lógico plantear el derecho a decidir entre Monarquía o República en el marco de un paquete de reformas constitucionales más completo y coherente, incluida la necesidad de establecer una Ley electoral realmente respetuosa con la proporcionalidad. A partir de ahí, puede ser más fructífero abordar un conjunto de reformas que vayan “más allá”de la República y de la Constitución,y se centren realmente en cómo mejorar la calidad de la democracia y en cómo evitar que las desigualdades sigan aumentando.

Ignorar la posible trascendencia histórica de la situación que vivimos puede implicar luchar contra un gigante que mueve sus aspas, cual molino, barriendo todo lo que no está dentro de la “actual” mayoría constitucional,  entronizada a partir de un bipartidismo caduco, injusto, ineficiente y cada vez más ajeno al sentir de los pueblos que conforman España. Por ello, el derecho a decidir no debe referirse solo al modelo de Jefatura del Estado, sino también a otros aspectos que afectan de lleno a la organización y funcionamiento del Estado, y a su legitimidadante los ciudadanos.

La oportunidad que se abre ahora en España –no solo por la abdicación del Rey, sino también porque la indignación ha alumbrado nuevas formas de participación social–, no debería desaprovecharse, menos aún por actuar con una urgencia que difícilmente puede ser buena consejera. Está en juego cómo cerrar la transiciónhacia una democracia que no separe a los ciudadanos de los políticos, dentro de una Europa menos dependiente de los nacionalismos y de sus líderes circunstanciales, tanto si éstos consiguen imponer su voz en el lamentable escenario paneuropeo actual, como si solo lograr hacerse escuchar en su ámbito local más cercano y seguro.

La Europa del futuro no puede ser compatible con los nacionalismos, sino con la coexistencia de distintas nacionalidades, la supresión de fronteras y la creación de un espacio de solidaridad que vaya más allá de los estrictos intereses económicos y financieros actuales. Y la democracia no será completa si margina a los ciudadanos e ignora el objetivo fundamental de mejorar su bienestar. Desde esa perspectiva, los Estados y sus formas de organización no deberían ser un obstáculo ni para una mayor integración europea ni para una democracia más cercana a las personas. Pero lo son. De ahí la conveniencia de no conformarse con un mero cambio estético, necesario pero insuficiente para avanzar hacia otra España en otra Europa.

 

Profesor titular de Economía Aplicada en la UCM y miembro de econoNuestra



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