Tras estas jornadas últimas, comenzando en la abdicación del Juan Carlos I, la derrota del equipo de España en el Mundial de Fútbol en Brasil y la investidura del nuevo monarca Felipe VI, la habitual vida de los ciudadanos – los que forman la mayoría silenciosa – siguen con su existencia muy alejados de los vaivenes que circundan los agoreros del país y manejan ciertos medios de comunicación.
En el acto de la coronación del joven Rey destacó la sencillez de la plebeya reina Leticia. Ella supo superar ese obstáculo – nada fácil - y mantener en mitad del regio boato, una postura muy real. Igualmente las pequeñas Leonor y Sofía, que sin dejar de ser niñas y haciendo muecas y ojillos de asombro y risas, se ajustaron al solamente acontecimiento.
Las fotografías de los nuevos reyes, la demostración de afecto y amor entre ellos, dejaron ver una querencia que ya dura solidamente diez años. Un cariño que los ayudará a sortear los obstáculos no siempre recubiertos de vino y rosas.
Pienso que al hablar de afecto amoroso, solemos perdernos – todos, reyes o labriego de la vida - entre las dobleces anudadas del espíritu.
Se ama, y uno a fe cierta ignora su fundamento; es un tumulto nacido del aliento y crece cual enredadera en las ramificaciones en que el alma se adormece. Y es que existe algo certero por encima de todo desasosiego:
el amor nos hace libres, y por él existimos.
Hay una interminable lista de poetas y novelistas que bien pueden demostrarlo.
Bo Juyi (“Tú y yo envejeceremos y quedará una cosa intacta: el placer de las charlas y el tiempo que pasamos juntos los dos”).
Fernando Pessoa (“Todas las cartas de amor son ridículas, no serían cartas de amor si no fueran ridículas”).
Constantino Kavafis (“Nuestros cuerpos se hablaron y se buscaron; nuestra sangre y nuestra piel comprendieron”).
Pablo Neruda (“En noches como ésta la tuve entre mis brazos, la besé tantas veces bajo el cielo infinito”).
Juan Ramón Jiménez (“En el balcón, un instante nos quedamos solos. Desde la dulce mañana de aquel día, éramos novios”).
El asturiano Ángel González (“Son las gaviotas, amor. Las lentas, altas gaviotas”).
Y tantos otros seres abiertos al céfiro acariciador de las querencias afectivas.
Cuando todo desaparezca y el cielo garzo se vuelva imperecedero, en el espacio existirán pequeñísimas partículas recubiertas de la esencia primogénita con la que Dios hizo el mundo: motas de amor.
Es creencia firme que la esencia del amado y la amada se unirán un día más allá de las constelaciones para seguir caminando sobre los senderos donde la eterna grandeza se hace poesía y sémola.
William Shakespeare, cuyas obras gastadas y amarillentas están sobre la mesa de trabajo con el prologo de Víctor Hugo, nos recuerda:
“Tan imposible es avivar la lumbre con nieve, como apagar el fuego del amor con palabras”.
Posible es que estos conceptos sean un relato de hadas, y aún así, viendo a don Felipe y Doña Leticia arrullándose públicamente, demuestran que ese niño alado y medio ciego se acomoda bien en los aposentos reales o en la choza del pastor de cabras.