La abdicación del Rey

La abdicación del Rey no es equiparable a una jubilación, sino al ingreso en una residencia de ancianos, que es el paso siguiente a la jubilación. Según publicaban los medios días atrás, el Rey ya se sentía solo cuando ejercía como tal y temía los puentes y las vacaciones porque durante estos períodos la soledad se acentuaba. Al dejar de ser Rey, esta sensación se intensificará y al igual que les ocurre a las personas ingresadas en las residencias de ancianos, recibirá visitas primero semanales, después mensuales y, por último, en Navidad, aunque hay que reconocer que el pabellón de ancianos de La Zarzuela que lo recibirá como inquilino, no es una residencia cualquiera.

 

Al margen de este pequeño drama personal, la abdicación del Rey ha servido para poner de manifiesto varias evidencias que no por sabidas dejan de ser preocupantes.

En primer lugar, la endémica improvisación de la clase política española, más preocupada por los asuntos domésticos que por completar el panorama institucional descrito en la Constitución.

Que las abdicaciones y renuncias se resuelven por ley orgánica lo dice el artículo 57.5 CE, y lo dice desde el año 1978.

 

Hubo que esperar al último minuto para resolver tan importante cuestión en un momento político poco propicio.

Este tema abordado en los albores de la democracia no hubiera planteado problema alguno.

Eso sí, la modificación de la Ley Orgánica del Consejo de Estado para permitir que los expresidentes del Gobierno sean miembros natos del citado órgano fue planificada por Zapatero con antelación suficiente para asegurarse el puesto a su cese.

 

También ha evidenciado que el futuro de la Monarquía es incierto y que depende del resultado de las próximas elecciones. Si triunfa la izquierda y se abre el proceso de reforma constitucional, Felipe VI puede añadir al título “el Breve”.

Se ha puesto de manifiesto que el formato elegido para aprobar la ley orgánica de abdicación no fue el más acertado y convirtió el debate de la ley en un debate sobre la forma de estado, en un debate entre monarquía o república.

 

El Presidente del Congreso pudo haber hecho algo más para reconducir las intervenciones de los diputados al orden del día previsto. Las llamadas a la cuestión, previstas en el Reglamento, están para algo.

Los grupos minoritarios votaron en contra de la ley, lo que en sentido contrario significa que votaron a favor de la continuidad del Rey Juan Carlos, y en defensa de su voto reivindicaron más democracia, como si la democracia fuera la panacea de los males que aquejan a la humanidad.

 

No todo se resuelve con democracia, ni la República es necesariamente mejor que la Monarquía. Es más, objetivamente hablando, es más neutra la Monarquía que la República. Un Rey, precisamente por no ser elegido democráticamente, se sitúa por encima y al margen de cualquier controversia política, virtud que no alcanza al Presidente de la República, que siempre representará intereses partidistas.

Además –y este es un dato que se olvida fácilmente-, el Rey no tiene poderes, sino solo funciones, y esas funciones son simbólicas y de representación.

 

Desde el punto de vista económico, no hay discusión. Los presidentes de la República gozan a su cese de estatutos de expresidentes, cuyos costes, a la larga, superan con creces los de la Monarquía. Piénsese que el reinado del Rey Juan Carlos ha durado 39 años y que en ese período pudo haber cinco, seis o siete, depende, expresidentes de la República, con sus correspondientes privilegios vitalicios.

Eso sí, en este proceso se ha respetado la regla de oro de toda democracia: la minoría ha sido vencida por la mayoría, pero no ha sido acallada.

 

Para finalizar, sería conveniente  no olvidar que la democracia es un lienzo inacabado al que le restan aún muchas pinceladas, epílogo este más romántico que el que nos proporciona la cita de Bernard Shaw, para quien “la democracia es la elección de unos cuantos corruptos por un montón de incompetentes”.

 



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