Cordón umbilical

Lo hemos escrito una y otra vez: uno es autor de un solo artículo. La empinada pendiente de la subsistencia es demasiado  dura para un hombre solo. Necesita refuerzo. 

 

Hay personas que sin  apoyo de nadie, han realizado tareas excelsas, pero son los menos. El resto, la mayoría, para luchar necesitamos, como el lisiado, apuntalarnos  en algo tangible: casi siempre la experiencia y el dolor  de los que nos han precedido en esta singladura torrencial, donde el mito de Sísifo hace rodar la piedra una y otra vez.

 

 

 Esta mañana leíamos una entrevista con Günter Grass, y el autor alemán decía: “Comulgo con el Sísifo de Camus: él sabe que cuando ha subido la piedra hasta la cima de la montaña, la piedra rodará ladera abajo, ¡pero no se siente infeliz por ello! Nuestra vida es hacer rodar esa piedra”

 

 Si es así, digiero decepción, pero existe otro mito: la esperanza, y en medio de ella solamente la mujer, con el alumbramiento, se alza contra la sin razón, sea pedrusco o sueño, pues hay un momento preciso, cuando da el primer llanto al germen de sus entrañas, en que ese ramalazo es comparable al gesto de  un Cristo.

 

 

  La  muchacha vecina de la calle  que  alguien dejó embarazada - ¿el viento amoroso  que se introducen en  las rendijas de la carne y hacen allí su nido?- no supiera con certeza – es tan niña – que la maternidad es el único erario que la mujer hace suyo, y aunque alguna vez la carne azulada en el útero llegue de la mano de la pasión, no del deseo o el amor compartido, las palabras se hacen un nudo en la garganta cuando uno se enfrenta a un recién nacido, esplendor de todo lo creado.

 

  Recuerdo, brumosas, la palabras de madre a la hermana amada la primera vez que parió un hijo: “Hay cardos en flor hirientes y punzantes, otros casi angelicales y brumosos, pero un embarazo es la mayor sinfonía de la vida, el canto matutino de la esperanza,  la  verdadera razón de que Dios exista”.

 

  Y regresamos nuevamente al encuentro de Albert Camus, el ateo creyente: “Jamás he podido renunciar a la luz, a la felicidad de existir”. 

 

 Y eso se concretaba en que su madre, en esa ciudad de Argel calentada al sol por los soplos del siroco,  le contara  todo lo que había sido su vida y su carne, esa existencia humilde, ignorante y obstinada para poder salir de las sombras, donde el autor de “El extranjero”, “Calígula” o  “El primer hombre” había comenzando las singladuras de su propio sentido de la realidad.

 

  Cada uno de nosotros seguimos atados inquebrantablemente al cordón  umbilical de la maternidad, esa brizna tan misteriosa que nos mantiene vivos por encima de las tumbas.

 

 Vienen a la memoria unos versos de Luis  Chamizo, poeta de la Extremadura profunda que uno creía tener olvidado, y sigue ahí, en las comisuras de la piel cuando de versos hermosos y sencillos se trata.

 

 En “La nacencia” nos bruñe de unas  realidades  que los hombres poco o nada sabemos:

 

“Me juí junt´a mi Juana / me jinque de roillas en el suelo, / jice por recordá  las oraciones / que m´enseñaron cuando nuevo. / No tenía pacencia / p´hacé memoría de los rezos…/ ¡Quién podrá socorrerla si me voy! / ¡ Quien va por la comadre si me queo!

 

La existencia es corta y, extrañamente, a cierta edad, larga la vida. Y aún así, sobrellevándola en demasía, buena es tenerla al saber que la madre hace años perdida, suele aparecerse con frecuencia viéndonos siempre como a niños.

 

 

 



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