Creo que soy buen demócrata y, como tal, respeto todas las opiniones, las comparta o no.
Nada tengo que oponer, por tanto, a la reivindicación de determinados sectores políticos y sociales de someter a referéndum la continuidad de la Monarquía.
Me imagino que es este un debate esperado y calculado por quienes tomaron la decisión de que el actual momento era el más adecuado para la abdicación del Rey.
Debo confesar que a mí la Monarquía no me molesta. Cierto que algunos de sus miembros no han tenido comportamientos adecuados, pero cierto también que algunos diputados nacionales y autonómicos tampoco los han tenido y ello no ha propiciado ningún movimiento social tendente a suprimir el Congreso de los Diputados y las cámaras autonómicas.
Creo, incluso, que la institución monárquica conforma un cierto halo de prestigio para España y, de alguna manera, simboliza y actualiza los tiempos más gloriosos de nuestra historia, cuando éramos un imperio y se nos respetaba. Qué decir de este simbolismo en Sudamérica e incluso en los EE UU, que, a buen seguro, si hubieran tenido reyes del tipo de los nuestros, estarían orgullosos de conservarlos y prestigiarlos. Y qué decir, a mayor abundamiento, de la Monarquía inglesa, estandarte del orgullo nacional.
Hay que tener en cuenta, además, que, según la Constitución, la forma política del Estado Español es la Monarquía parlamentaria, lo que significa que el Rey reina, pero no gobierna.
Por otro lado, el debate se plantea en unos términos que cuesta trabajo compartir y que resumía gráficamente una de las pancartas exhibidas en las últimas manifestaciones: “Los Borbones a las elecciones”.
Y por qué no “El Senado a las elecciones” o “La financiación de los partidos políticos a las elecciones” o “Los derechos históricos del País Vasco a las elecciones” o “Las listas abiertas a las elecciones” o...
Queremos una democracia directa y total para algunas cosas, pero ni siquiera el actual sistema responde a tal configuración.
Solo los entes locales (provincias, municipios y entidades locales menores) encarnan una verdadera democracia al estilo de la que se propugna últimamente por algunos dirigentes políticos, y por eso a tales entes se les llama corporaciones (“universitas personarum”). En el resto de las administraciones (central y autonómica), los ciudadanos no integran con sus votos sus órganos. La representación política de los ciudadanos no se localiza en la Administración estatal o autonómica, sino en sus respectivos poderes legislativos. Los ciudadanos no eligen directamente al Presidente del Gobierno, ni menos aún a los ministros ni consejeros, que son designados, en segundo grado, por los presidentes elegidos por las Cámaras.
En puridad, los ciudadanos no votan a sus representantes sino a través de la intermediación de los partidos. Solo las listas abiertas nos acercarían a una verdadera democracia.
Por tanto, democracia, sí, pero no a la carta.
El gran problema que plantea la abdicación del Rey es la situación personal en la que queda el Monarca, referida, sobremanera, a dos cuestiones de especial importancia: la inviolabilidad y el fuero.
La inviolabilidad suponía para el Monarca una coraza inexpugnable en base a la cual ningún tribunal, ni civil, ni penal, ni administrativo, ni de cualquier otro orden podía juzgarlo.
Mientras se mantenga la inviolabilidad, no se plantea el problema del fuero, pero, una vez perdida, cualquier tribunal ordinario podría encausarle.
El tema no es baladí. Contra el Rey se formularon demandas de paternidad que los juzgados consideraron “improponibles”. Veremos a ver qué ocurre en este ínterin, al menos hasta que la reforma de la Ley Orgánica del Poder Judicial incluya al entonces ex Rey entre los aforados.
En todo caso y como reflexión general, las agujas no se buscan en el pajar, sino en el costurero.