Una constatación, en primer lugar: los casi cuarenta años de la monarquía de don Juan Carlos han sido los de más estabilidad y prosperidad de nuestra historia en los dos últimos siglos. No han sido fruto exclusivo de su persona ni de la institución, ni muchísimo menos. Pero sin la Corona, seguramente no hubiese sido posible una transición pacífica de la Dictadura a la democracia y, sin duda, no se hubiese detenido el 23F. Ni más ni menos.
El segundo dato incontrovertible es el de que hay que ir, seguramente, hasta la abdicación de otro Carlos, Carlos I, en otro Felipe, Felipe II, para encontrar una renuncia al trono que se haya producido sin alteración grave del orden social. Los más próximos desistimientos o remociones, la de Isabel II, Amadeo de Saboya y Alfonso XII trajeron como resultado el que trajeron. ¿Quiere decir ello que es probable que se produzcan situaciones semejantes? No, evidentemente. Pero quiere decir que los precedentes históricos son los que son. Ni más ni menos.
Lo que es fácilmente previsible es que se produzca un período de tensiones y reivindicaciones. La principal causa de ello, a mi juicio, tiene como eje la visión del mundo de las cohortes de población más jóvenes. Dejando a un lado los doctrinarios y los que aspiran a ganar en lo personal en un vuelco político y social, mi impresión es que una gran parte de las generaciones nuevas (quizás de menos de cuarenta años) creen que todo es gratis, esto es, que los actos sociales y políticos se realizan sin consecuencias; que, por ejemplo, la independencia de Cataluña no tiene consecuencias (en los salarios, en las pensiones, en el empleo) o que sustituir la monarquía por la república es como ir a IKEA a cambiar el mueble que ha pasado de moda por otro más mono. Muchos de ellos no son conscientes, además, de que ni la libertad ni la paz ni, sobre todo, sus derechos económicos, asegurados hoy por hoy por sus padres o por el Estado, están dados por la naturaleza; que no son una obligación irrenunciable de «alguien» para con ellos.
Y finalmente, hay que señalar que la pieza clave de la estabilidad institucional en los próximos dos años, y especialmente en los próximos meses, la constituye el PSOE. Sus sucesivos resultados electorales, la búsqueda de un secretario general y/o un futuro candidato, su inseguridad ante su propio porvenir lo convierten en una estructura extremadamente endeble. Todas esas circunstancias pueden provocar una carrera entre los candidatos por demostrar quién es el más joven, el más progresista y el que mejor sintonizaría con el dictamen —siempre caprichoso y engañoso en su representatividad— de las redes sociales y las tertulias, tenidas por el total de la opinión pública. Y en los militantes (¡qué rara suena hoy la palabra!), la tentación de no dejarse aventajar por nadie en la carrera de «¡puto el último!» (que dijo nuestro Quevedo) y el remozamiento de las viejas pulsiones republicanas, acalladas con el voto de las Constituyentes. La pieza más endeble. Ni más ni menos.