Entré en una tienda de esas que venden todo tipo de animales domésticos o de compañía (creo que se les llama también a estas pobres criaturas que por capricho ornamental, o por falta de querer a alguien que lo merezca más que la mayoría de nuestros congéneres o parientes, adquirimos y mantenemos presos en jaulas, peceras o correas).
El empleado de este establecimiento, que tenía cara de bulldog y andares felinos me preguntó con desparpajo y ofensiva confianza:
—¿Puedo ayudarte en algo, tío? Vendo más barato que nadie y con superior calidad.
No me gusta que me atosiguen, así que aun sabiendo que lo decidido por mí era comprar un pececito, bicho que seguramente le gustaría al más chico de mis hijos y no correría el peligro de que le mordiera (no pensaba adquirir una piraña por supuesto) ni se le escapara, le contesté:
—No puedes ayudarme, “tío” porque mis ojos serán los que viendo qué tienes en tu pequeño zoo, me dirán si debo comprar algo o no. Ve y atiende a la cacatúa que tienes allí al fondo a la que acabo de escuchar que ha dicho: “Tengo ser, coño”.
Aquel sujeto entendió la indirecta y dirigiéndome una mirada de animadversión regresó a su mostradorcito a continuar lo que había dejado para acercarse a faltarme el respeto: leer un periódico deportivo.
Me detuve delante de un monito atado con una cadena. Quedé fascinado al recibir de sus vivos ojos una mirada tan humana, tan inteligente, que me deprimió. Me deprimió porque por las mañanas, cuando me peino delante del espejo, mis ojos, nunca me han parecido tan inteligentes como los de aquel pequeño simio, que de pronto levantó las cejas en un gesto de interrogación como diciéndome:
—¿Qué hay, hombre? ¿Por qué me miras con esa cara de pasmo?
Recordé entonces que siempre se ha dicho que descendemos del mono, así que no le contesté porque tuve dudas entre llamarle hijo o llamarle padre.
Finalmente no me llevé nada de aquel establecimiento. Salí a la calle y al pasar por delante de una librería le compré a mi hijo un libro que ha servido para que en adelante haya sido mi hijo el que me ha reglado cosas a mí. El libro, que recomiendo encarecidamente, se titula: “Sé un buen hijo y tendrás un buen padre”.
Moraleja: Cuando no sepas que regalarle a un hijo tuyo (también se admite hacerlo a hijos de otros), regálale un libro que sirva para convertirle en mejor persona.