Te verde

Hace décadas el desierto formó parte de mi realidad.  Era joven e  imaginativo.

 Si cierro los párpados, creo estar nuevamente  mirando las tierras de piedemonte en el Atlas marroquí, percibiendo, entre un vaho de luz pálida, la ciudad imperial de Marrakech.

 

La evocación trae de nuevo  el sonido del siroco, la arena   arribada a paso de  murmullo.

 

 Igual a  tantas mañanas, sentado en el suelo de la jaima -  tienda de piel de camello y cabra - en un recodo de guijarros en el río seco en el que las gacelas,  a la caída de la tarde, buscarán la frescura de las primeras brumas de la noche,  absorbo el té verde.

 

 Ese olor penetrante lo conozco bien; mi cuerpo está impregnado de él. Los años transcurridos no han hecho mella en la evocación.  Igual a Paul Bowles, tahonero de conmociones en Tánger, nunca me he considerado  excursionista en ninguna parte.

 

El autor de “El cielo protector” expresaba:

 

 “Mientras el turista se apresura a regresar a su casa al cabo de algunos meses o semanas, el viajero, que no pertenece más a un lugar que al siguiente, se desplaza con lentitud durante años de un punto al otro”.

 

Ahora,  cuarenta  años después, observo los pliegues de las ciudadelas, zocos, oasis,  y siento  como si la existencia surgiera fresca y fértil a mi encuentro. 

 

Todo cambia. Uno igualmente. Las esperanzas, antaño efervescentes, son ahora un hilillo tenue, y lo único que me une a esos parajes es la sensación de que ni a ellos ni a  mí nos circunda la  prisa.

 

A eso se le llama madurez.  Fuera del Sahara, dolencia interior.

 

Si regresara en estos momentos, el cuero repujado donde incliné mi cabeza en la pequeña casita del zoco en la ciudad de Fez, tendrá aún el sabor de agua de rosas con el que Fátima, día y noche, frotaba sin descanso su cabello negro, sedoso y  aromatizado.

 

 Un lapso extenso   de mi juventud trascurrió en el Sahara Occidental  entre El Aaiún, Mahbes de Escaiquima, Tinduf y Smara, la ciudadela santa de los saharauis.

 

Cierto atardecer, en ese instante  en el que la luminiscencia comienza a menguar, escuché unas estrofas entonadas en la voz de Tehar Ben Jelloun, el escritor marroquí enlazado a su cadencia emotiva:

 

 “Tengo dátiles y un poco de miel, no tengo casa, pero tengo un país en los ojos, tengo una tierra en el corazón, amo este país...”

 

Si cierro los párpados,  retorno a las hondonadas de piedemonte en el Atlas, mientras el aullante siroco sigue despertando el alba con su murmullo de arenisca.

 

Hablo de abatimientos en estas líneas, afanes dejados en un recodo del riachuelo sin agua, mientras la gente del pueblo de “los hombres azules” va tomando  a sorbos infusiones de herbajes calientes.

 

 Ese olor penetrante a té verde, lo conozco; todo en mí, hasta las hendiduras de la piel, está impregnado de él.

Ahora bebo tisana verde con hierbabuena, esa menta que espanta lo malo y arrulla lo bueno al vaivén de emociones apretujadas al lado del esternón, lugar  en el que se guarnece el espíritu aventurero, lo único en verdad vigente en medio de  la distante pasión atesorada. 



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