Tino García cuando entró en su casa todo ojeroso, despeinado y con un cansancio tan grande encima que apenas se mantenía en pie, se encontró a su padre esperándole en el salón. Antes de que éste le dirigiera la mirada por la posición de su cabeza y la fuerza con que tenía cerrados los puños, fueron signos suficientes para él sospechar la que iba a caerle encima.
—¿De dónde vienes a estas horas? —le dijo su padre volviendo hacía él unos ojos centelleantes de ira.
Con la esperanza de que pudiera valerle de algo —respondió el adolescente, esforzándose en sonar creíble:
—Vengo de casa de Pipo. Ya os lo dije anoche a ti y a mamá que pasaría la noche en su casa trabajando en ese proyecto del instituto.
—¡Eso es mentira! —cortó furioso el padre.
—Bueno, si no quieres creerme… —con precaución el muchacho intuyendo lo que pasaría a continuación.
—Llamé a casa de Pipo y su padre me dijo que su hijo le había dicho que venía a nuestra casa a realizar ese proyecto. Me revienta que me mientas. Puedo perdonarte cualquier cosa menos que me mientas —severísimo.
El hijo se armó de valor y sosteniéndole la mirada al padre argumentó:
—La mentira está en el aire, papá y es imposible no respirarla y vomitarla.
Su hijo nunca se le había enfrentado tan abiertamente como en este momento. Él que decidió acto seguido mostrarse precavido fue el padre:
—¿Qué quieres decir con eso?
—Pues me refiero a esas reuniones tuyas de negocios que, en realidad pasas con tu bonita secretaria.
El padre palideció lo mismo que su hijo un momento antes.
—No me mientas más. No me gusta, ¿vale? —con nula severidad ya—. Tu madre ha ido a misa. Cuando vuelva procura haberte inventado una mentira creíble, ¿eh?
El adolescente sonrió con malicia:
—Algo haré, papá, déjalo de mi cuenta. Voy a ver qué desayuno. Estoy muerto de hambre.
El padre respiró hondo reconociendo en su fuero interno que ciertamente la mentira estaba en el aire y era imposible no respirarla y vomitarla.