Cuartilla en blanco


Lo supimos a recuento del pibe en  la canción melosa  del baile arrabalero, ese que punza, es navajero y nace en las orilleras ocres del mate pampero o en los tugurios de noches malévolas: El tacto ciego  es el recuerdo más antiguo que tiene el hombre cuando el alma está adormecida o rasgada sin remedio.
Fue una certeza venida de lejos, tal vez  antes del tiempo de la memoria misma: la niña de mirada perdida, ausente o ensimismada siempre,  flaca e endeble,  que iba por los rincones de las habitaciones  más sigilosa que el propio silencio, se había hecho mujer y salía al encuentro de la luz con la fuerza telúrica del clavel reventón o  un viento de secano antes de la sementera.
Ese desdoblamiento interior crea picazones en el cuerpo.
Siempre al  mirarla sentía un fervor en el pecho ceñido en sudor pegadizo. Quemaba, era llama de un azulino intenso, zarza sin consumir, alegría suelta, raudal y mía.
Lechuzas borrachas de aceite de candil espiaban nuestras querencias, pero eran tiempos de desnudez completa. Nada importaba, ni el viento cruel ni la envidia, pues estaba ella  en la edad en que todo corazón necesita saborear cariño en cada escondrijo del camino.
Contemplo el blanco papel  sobre la mesa, levanto la mirada y allí, en formol, están las dos tortugas fallecidas de la propia muerte, es decir, de evocación apesadumbra y olvido  lacerado.
Siendo pequeñitas a modo de una hoja de laurel,  iban de un lado a otro de la casa en un interminable juego de atardecidas monótonas e interminables.
Una tarde desaparecieron.
Pasaron días, semanas. Una noche apaciguada con media luna en la ventana, moviendo una mata de hojas grandes con olor a banano, surgieron secas, impávidas, convertidas en momias. Desde entonces están sobre la mesa donde te escribo, dentro de una damajuana de cristal llena de formol. Están flotando en una especie  bruma o cielo protector
Al ser  nuestra persona un requiebro acumulado en vericuetos arcaicos, y tras años bebido rocío marino en el  Caribe costeño, tal vez  la  causa de esta enajenación fantasiosa ajada de mariposas grandes, ambarinas y resplandecientes,    se halle en el  deseo imperante de aprisionar en un ovillo de larva, las querencias idas, sin darnos cuenta cabalmente de que siempre han sido nuestros demonios asustadizos.
En medio del fulgor de la mente  hay algo cierto: las tortugas y las mariposas amarillas muertas, siempre están ahí, inventando sonidos ásperos y aleteos de alas sueltas entre los folios escritos o emborrados entre palabras jamás escritas.
Hoy esta curtilla está humedecida  de saliva con  olor a salitre.  Tal vez serán los primero ardores de la primavera,   esa estación que acaba de llegar a las playas del Atlántico marroquí a orillas de Rabat-Salé – donde nos hallamos ahora – y nadie sabe como ha podido llegar a esta orilla inundada de libertinos olores.
Con los años a la existencia le sucede lo mismo.



Dejar un comentario

captcha