La barba de Bernarda

La presencia en el “show” eurovisivo  de un transexual  o algo entre la provocación o el impacto mediático,  llevó a la representante de Austria, Conchita Wursi – ese Tom en su nombre masculino -  a obtener el galardón musical, al ser su "reencarnación" una de las  tan diversas facetas dentro del tinglado escénico de los nuevos  “cónsules de Sodoma”.

 

Y es así como hoy especulamos que en nuestra carpetovetónica, trashumante, donde el pino seco entierra sus propias raíces, la milana vuela bajo, el olmo llora permanentemente hacia dentro, la hembra va por los andurriales sobre caminos sin honra y luna cuajada de sopores, y ésta suele ser a la vez vulva y  testículo, no es extraño que Bernarda Alba fuera, en la mente de Federico, un transexual.

 

El discernimiento religioso de matrona / semental,   nació de la  fogosidad y los miedos de los sumerios, el pueblo más antiguo de la tierra, allí donde  surgió Abraham y con él, después,  todo el sentido religioso que hoy nos envuelve en una y mil dudas, pero sin dejar de darle sentido a  la pasión, los aprensiones y las dudas.

 

 Sigo creyendo que Bernarda - el único hombre de la casa con puertas y ventanas trancadas -  solamente puede ser representada en su dimensión de madre, como un padre arisco, frío, amargado y doliente.
Hablar de  Lorca así, al filo cortante de la actualidad, es casi intolerable, pero uno está construido de prisas, de vientos locos, honduras,  ramalazos y trozos de ignorancia.  El lo comprenderá.

 

Se ha escrito  con sobrada razón que el poeta de la Huerta de San Vicente es el multimillonario de la dicción,  y no solamente por el sinfín de expresiones que emplea, sino también por la utilización de un inmenso mundo interior. Un estudioso afirma que en Federico hay una serie de palabras - mejor dicho, gemidos - que usa hasta la saciedad. "Más que repetirlas, las arroja todos los días porque le duelen y le aprietan el alma", por eso no tengo empacho en  decir que es el poeta más humano, sensible y extraordinario del pasado siglo XX, el mismo que tuvo de compañeros de viajes a ejemplares tan telúricos como  Joseph Brodsky,  Ezra Pound, Juan Ramón Jiménez, T.S. Eliot o Antonio Machado, entre otros. Y añadiría  a Naguib Mahfuz e  Isaac Bashevis Singer.

 

"La Casa de Bernarda Alba" fue la última obra de García Lorca. Era un viernes por la tarde cuando la terminó. Había, tras la ventana, un sonido de cigarras y el viento era seco, caliente y olía a hierba y azahar. 

 

La fatalidad se concreta entre cinco hembras, cada una con un temple y un dolor entre pecho y espalda que rasgan hasta la saliva.
 El drama - griego en toda su anchura, si no fuera tremendamente lorquiano - arranca con la muerte del hombre que mantenía la luz, las sombras y la honra de la casa. En medio, como naciendo de las cenizas, hay otro “macho” cuya presencia gravita con la fuerza del deseo carnal, pero hay luto; es decir: no puede entrar  en esos muros de cal y canto el deseo cosido entre las piernas.

 

Y Bernarda lo expresa con esa amargura del adiós olvidado, hecho trizas, macerado sobre sábanas sin sudor varonil: “En ocho años que dure el duelo no ha de entrar en esta casa el viento de la calle”.

 

 Por esa causa o razón, toda la pena honda es masculina, femenina o metáfora bucólica.  Extramuros para el alma.

 

 Leo a Federico con frecuencia. En sus páginas  hallo un puente de madreselvas, cante hondo, extraño viento de secano, alelíes y cardos en flor. Tal vez turbación. Mejor dicho: frescura.

 

Voy de la soledad a la risa y de aquí a su  espontáneo reclamo: “Si muero, dejad el balcón abierto”.


 Lo demás – o tal vez casi  todo – es seguir tejiendo aleluyas dentro  del panorama escénico de comedias humanas sin nombre.



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