El verano avanzaba consumiendo jornadas de sol abrasante. Un burro llevaba muchas semanas amarrado en una misma zona del campo, se había comido ya hasta las raíces más profundas y ni el más incipiente brote de hierba asomaba por parte alguna. Las boñigas soltadas por su descargador de retaguardia sembraban todo el terreno que le limitaba la cuerda cerrada a su cada vez más pelado cuello.
Un matemático poco escrupuloso con los olores habría podido, contándolas, sacar la cifra exacta de días que el infortunado animal llevaba excrementando allí.
Cuando al asno le quedó únicamente para comer las florecillas existentes en unas peligrosas matas de espinos, tuvo que disputárselas a las diligentes abejas que defendieron a picotazos su perfumado néctar.
No eran únicamente las trabajadoras de la miel las que atormentaban al jumento, también lo hacían las moscas que el buen Dios puso en el mundo para que no proliferaran los santos ni en el mundo animal ni en el mundo humano. Para espantarlas el cuadrúpedo movía su rabo al cansino ritmo de un metrónomo con las pilas agotadas. Pues agotado y sin fuerzas se hallaba el pobre de él.
Por fin, Zacarías, el dueño de este animal-mártir se presentó con un puñado de alfalfa y escuchando sus rebuznos de queja, se la tiró delante al tiempo que le soltó enfadado:
—¡Te quieres callar, pedazo de bestia, que vives mejor que nadie! Sin mujer fea y puerca que te chille, ni hijos vagos que no ayudan en nada ni tienen en la vida más preocupación que comer y cagar.
Como si le hubiese entendido, el rucio dejó de rebuznar y atacó con todos sus dientes, grandes como fichas de dominó, la comida que acababa de serle arrojada.
Se marchó su amargado amo despotricando. Entre la alfalfa había un libro de tapas verdes que llevaba escrito en su portada: “Las cien mejores poesías del mundo”.
El ignorante burro le arreó bocado y masticó sin notar nada. Para él todo lo verde era alimento para el cuerpo. Igual trato dan al saber humano aquellos que consumen cultura sin concederle valor alguno.