En días pasados la asociación Amigos de Cudillero entregó la trigésimo quinta (si usted fuese responsable de cultura del Gobierno Asturiano diría la «treinta y cinco») Amuravela de Oro al empresario Tomás Casado y a Víctor Manuel. La soprano Tina Gutiérrez los homenajeó con sendos cantos. A Tomás Casado le dedicó el «Dime paxarín (o «xilguerín») parleru», una composición ya popular en el último tercio del siglo XIX que El Presi elevó a «clásica» con un añadido relativo a Covadonga; a Víctor Manuel, la composición de éste, «El cura d’aldea», una estampa melancólico-costumbrista con letra en la lengua patria. Al anunciarla, la cantante comentó que, en sus visitas a los hogares de pensionistas y residencias, era, sin duda, la de mayor éxito y la más solicitada.
Las palabras de Tina Gutiérrez invitan a algunas reflexiones. En primer lugar, vienen a recordarnos que existe en Asturies una cultura —y una emocionalidad ligada a ella— que tiene un profundo arraigo y que, sin embargo, a pesar de una cierta atención mayor a una parte de la misma en los últimos tiempos, no logra escapar de una especie de gueto o corripia de ámbito reducido, de una escasa proyección al conjunto de la sociedad asturiana y de una valoración cercana a la de una subcultura. Me refiero, en concreto, a los ámbitos de la canción asturiana (y de aquellas, como las primeras de Víctor Manuel, que han sido hechas propias como tales por esa parte de la sociedad que gusta de la cultura tradicional) y del teatro popular. Es cierto que, en general, y pese a los cambios sustanciales de los intérpretes en los últimos tiempos, ambos suelen moverse en patrones reiterativos; pero es verdad también que el resto de la sociedad asturiana no consigue asomarse con normalidad y estima a esa parte de su tradición cultural. En general, tampoco lo ha hecho el asturianismo cultural moderno, que si bien es cierto que se ha imbricado, temática y formalmente, en la modernidad contemporánea universal, permanece de espaldas a ese mundo tradicional, en igual forma que ese mundo tradicional permanece de espaldas a él.
Ignoro si es cierto que, como creo haber leído en alguna parte, la letra de «El cura d’aldea» recibió la «garlopa» de Luis Aurelio, pero, séalo o no, ello nos permite ampliar el campo de nuestra meditación. ¿Quién es Luis Aurelio?, dirán tal vez ustedes. Pues fue uno de los muchos escritores asturianos que, como León Delestal (León Delestal, por cierto, es autor de «La mina y el mar», una de las escasas canciones contemporáneas que, al igual que «La Capitana», de José Carlos Rubiera, se ha incorporado, de forma inmediata, al repertorio emocional «de toda la vida»), Lorenzo Novo Mier, Constantino Cabal y tantos otros mantuvieron vivo el cultivo del asturiano (y algunos, un cierto empeño de promoción social del mismo), ya no contra viento y marea, sino, más bien, contra galernas y vagamares. Y ahí encontramos, otra vez, esa desmemoria o desconocimiento hacia nosotros mismos que caracterizan nuestra sociedad; pero, por una parte de ella, de una forma más grave, más culpable. Porque si es relativamente explicable el desconocimiento de esa fracción de nuestra historia por el público en general, es injustificable el absoluto desinterés que hacia ellos tiene el asturianismo cultural, el nacido a raíz del Surdimientu. Es cierto que la mayoría de esos autores del pasado tenían hacia el asturiano y hacia nuestra cultura una actitud más bien de testamentarios (entusiastas y amadores, pero testamentarios) y que no estaba en su voluntad el convertir esa cultura en un valor actuante en lo contemporáneo; pero ellos son parte de la historia y en alguna medida ellos fueron quienes, con una voluntad o con otra, nos trajeron aquí.
Y si elevamos más nuestra vista, la reflexión nos lleva aún más a la desolación. Salvo el 34, que se sigue pregonando como una especie de irredentismo épico, y fuera de los magüestos y poco más en las etapas infantiles, nuestros escolares desconocen todo de nuestra historia, nuestra cultura y hasta de nuestra geografía, aunque, en teoría, se incluya su estudio en los programas. Pregunten ustedes a un grupo de adolescentes o jóvenes de los que lo saben todo sobre Londres o Nueva York dónde quedan Villaviciosa o Carreño y quedarán ablucados.
Ese ser una sociedad escindida y todo ese no saber de nosotros no es únicamente una cuestión de índole cultural o afectiva, tiene su traducción en la economía y en el empleo: en tener por bueno o mejor lo que en Madrid deciden o lo que fuera de Asturies desean otros; en pensar que los de fuera son más estimables o de más calidad que los de casa; en no saber plantear adecuadamente nuestros problemas o hacerlo sin fuerza; en no querer ni ser capaces de proyectar nuestra imagen (siempre subrayo cómo fuera tenemos «acento gallego», y cómo en los Premios Príncipe suelen tocar los «gaiteiros» y escanciar «sidriña») al exterior y, en consecuencia, por ejemplo, carecer de atractivo para el turismo; en no saber aprovechar el potencial económico de nuestra emigración, que tan bien aprovechan otros; en un extremado fraccionalismo de la opinión y los intereses y en un pernicioso localismo. Y, aunque no parezca consecuencia directa de ello, seguramente en nuestro acentuado conservadurismo social (tal vez disfrazado de progresismo), nuestro misoneísmo y nuestra crítica paralizante a los innovadores y a los emprendedores.
PS. Esta semana ha tenido lugar, asimismo, otro «trigésimo quinto», el del Día de les Lletres Asturianes. Su continuidad, por un lado, su inexistencia para la sociedad y su ausencia en la enseñanza, ofrecen otro motivo para la reflexión