Siempre he procurado llevarme bien con los vecinos del bloque de apartamento en el que vivo.
Cierta noche sonó el timbre de la puerta de mi vivienda y fui a abrir. La que había llamado era una joven de bonitos, chispeantes ojos, sonrisa seductora y blanca cabellera (seguramente teñida a capricho), que me pidió con una voz tirando a aterciopelada:
—Perdone mi atrevimiento, caballero. Verá, he visto que su plaza de garaje sólo la ocupa una bicicleta y quería pedirle permiso para aparcar, mientras no la use usted con un coche, mi vehículo.
—Bueno, si su vehículo no es muy grande y caben los dos, su vehículo y mi bicicleta, por mí no hay inconveniente —dispuesto a complacerla.
—Oh, no se preocupe. Caben bien ambos —aseguró mi visitante, convencida y convincente—. El vehículo mío es pequeño.
Al día siguiente, cuando fui a la plaza mía de garaje a buscar mi bicicleta para dirigirme al trabajo montado en ella, descubrí que a su lado había una escoba antigua y no en demasiado buen estado posiblemente por el excesivo uso que sufría.
(La persona a la que dedico este microrrelato sabrá, sin necesidad de mencionar yo su nombre, que me refiero a ella)