Altos murallones

La canción rasgada al soplo con  las primeras luces de la mañana  nos habla  con lealtad asombrosa de una rasgada lobreguez interior que el libreto teatral se convierte un amor que cerró portillas y tragaluces: “Abrir puertas y ventanas las que vivís en el pueblo, el segador pide rosas para adornar su sombrero”.

 

 Aquellos labrantíos eran entonces la Europa anhelada, mientras atrás  subsistía profunda, oscurantista y retrógrada, la dureza de nuestra heredad.

 

 Era, en cierto sentido libre;  podía mirar, andar, sentarme en un banco y sentir la sensación de que el aire era más puro, limpio y transparente que en la heredad abandona. Ya era emigrado otros baldíos.

 

Lo supimos mucho después: la libertad como tal no existe, está condicionada a las circunstancias que la rodean.  Y aún  así, mientras duró fue hermosa, sintiendo que  pocas veces  pude apreciar tal momento de  profundo desahogo interior.

 

 Y aquella cantinela del coro de los hombres demandando tras las gruesas paredes caserón donde Bernarda cuida la virginidad de sus hijas, pidiendo abrir puertas y ventanas, fue la viva sensación de que las fronteras deberían ser océano: inmensos, portón sin tranca para no impedir  a las olas y al céfiro trasponer  la fuerza de su ímpetu.

 

 Era un ofuscamiento. Desde el día en que dejé la tierra de mis mayores, el manzanal florido, el pequeño riachuelo y los campos de la arquería, sería ya emigrante siempre. Y si regresara, sucedería lo mismo: uno ya es-  como pensó siempre el escritor asturiano José Manuel Castañón -   un solitario mojón sobre la raya fronteriza.

 

 Evocaba esto como la repetición de una vieja película  ante la despedida de una joven amiga en busca de trabajo. Como ella  hemos visto a otros  partir en pos de la Ítaca  de Cavafi, ese dubitativo griego de Alejandría.

 

 Van soñadores, pero pronto conocerán la bofetada de la emigración envuelta desasosiegos.

 

 En estos lares de sus mayores el mundo se les caía encima; el país, embochinchado, ha pasado del declive al desencanto, el futuro se les hace empinado, y allá fueran, al otro lado del océano allá fuera, verán las otras puertas y ventanas cerrándose a cal y canto. Habrá alguna grieta esperanzadora, pero las penas se acumularán como la saliva en la boca cuando uno siente la sensación de impotencia y ahogo.

 

  No hace mucho tiempo,  en este mismo espacio de la  Web, escribimos que cada día es más difícil emigrar. Las naciones van elevando descomunales muros burocráticos que casi tocan los firmamentos. Los antaño paraísos de los desterrados han bloqueado sus refugios.

 

Francia ha dejado de ser lo que era: cuna del perseguido y Alemania, magnánima, como los países nórdicos, han dado la espalda a los famélicos de libertad. España, mientras, alzó contra Áfricauna barrera alámbrica de púas sangrante cortando en cuajo  el  cielo protector. 

 

  Es más barata la mano de obra en las regiones paupérrimas y allí debe quedarse, estancada, hundida. La globalización contempla en demasía el intercambio de bienes  y servicios, poco nada el de ser humano.

 

 Y así, estas letras sienten vibrar el corazón destrozadote todos los abandonados  en las palabras de portugués  Fernando Pessoa. Ahora tan poco recordadas. Silencio. Todo es silencio y ramalazos de dolencias. 

 



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