Visto de cerca, con mis ojos ya miopes, el pueblo parece un terrón de azúcar o un mazapán. Sabe a dulzura.
Evoco ahora que en esas mismas riberas, cuando uno era retama joven, olivillo, y toda la dehesa olía a romero fresco, se rompió en pedazos sangrantes el último hombre de andar solitario, misántropo y poeta.
Un amanecer, ante un cántaro de sangría, aquel trovador de nombre Federico y con unos apellidos, García Lorca, salidos de las aguas del río Darro, había dicho: “Si digo voz, quiero decir verso”, pues todo en su vida fue trenzar un largo camino de madreselvas oscuras donde al final, fatalmente, estaba la espesura del sentido hondo de su acongojada existencia.
En él, hasta la saliva tejía palabras recubiertas de jocosas penas. Cierto día lo aseveró para no dejar duda ni miedo alguno:
“En toda mi obra hay un solo personaje. Uno solo de principio a fin. Este protagonista es la pena, que no tiene nada que ver con la tristeza, ni con el dolor ni con la desesperación.”
En ningún otro tiempo un vate llegó tan directamente al pueblo, nunca tantos versos fueron expresados de esa forma matizada, al ser ellos parte del vate estrujado dentro de la comisura de la piel cobriza.
Desde ese tiempo - y lo recuerda la postal policromada y revestida de fosforescencia – comenzó a posarse entre nosotros el sentido de la raza traslucida de sal, brisa, soledad, zozobra y tormento desgarrado. Es decir, la esencia cautiva de lo que somos y seremos para siempre más allá de la propia muerte a ras de la dura tierra parda.
Cerramos los ojos, abrimos los portones del aliento, y nos vemos correr por la sierra umbría, entre barrancos, jaras y olivas, en busca de un amor tortuoso convertido en niebla lechosa.
La raya del horizonte borra las crestas de las montañas. Nos llega un cante cristalino y macerado. Voz suelta husmeada de manzanilla y vino espeso exprimido en el cortijo blanquecino sobre la dehesa.
“Hoy siento en el corazón / un vago temblor de estrellas, / y todas las rosas son / tan blancas como mi pena.”
La letrilla, embelesó a la mujer tras la celosía de tal forma que sus pechos se volvieron espuma suelta y los ojos cobre encendido.
Muy cerca, entre dos ciparisos, tras un recodo de choperas y olmos, el insondable acantilado, promontorio de proa del claro mar Mediterráneo.
El mar, la mar, caracola abierta de las indivisibles alucinaciones.
El otro, rompeolas de mi alma, ese Cantábrico bravo, desliñado, tosco, duro, corre por mi sangre igual a vendaval en desbandada.
Guardo la postal anunciadora. Salgo al balcón de la vereda esperando ver entrar al viento amigo ceñido de flor de azahar.
Se está bien allí, escuchando a mi propia nostalgia desperezarse entre la penumbra de una tarde con sonidos de caracolas, retamas, y la siempre añorada hierbabuena, cuyas hojas alejan las penas malas y traen, sobre el aire taciturno y suspendido en perejil, las buenas