Mujer, puedo decir, y no miento, que llegaste a mí y me arrasaste como Atila arrasó Quilea, Publio Escipión arrasó Cartago y Numancia y Carlo Magno arrasó Tebas.
Llegaste a mí con la falsa suavidad de un huracán disfrazado de suave brisa. Y yo, imprudente, cándido, ignorante, te abrí puertas y ventanas para que pudieras entrar con tu armada invencible hasta lo más profundo de mi corazón.
Y a partir de entonces a mí me resultó imposible escuchar más voz que la tuya; esa voz aterciopelada, envolvente, seductora. Y no pude mirar a otros ojos que a los tuyos brillantes, hermosos, hechiceros. Y no acepté otras caricias que las caricias de tus manos suaves, cálidas, amorosas.
Y a cambio de mi plena, incondicional rendición, tú me entregaste ese prodigioso cuerpo tuyo para que yo lo acariciase, lo adorase, lo amase con todas mis fuerzas físicas y psíquicas.
No faltaron amigos y familiares que me previnieron en tu contra, que me avisaron de que si te dejaba utilizar tus infalibles armas hechiceras yo me convertiría para ti en un monigote, en un pelele, en un esclavo.
Todo fue inútil. Yo ya era lo que tú querías que fuese. Los conquistadores conquistan porque sus fuerzas, sus armas, son superiores a las de aquel que vencen, someten y esclavizan.
Te lo puse muy fácil. No pude hacer otra cosa. Derrotado me rendí enseguida a tus irresistibles encantos. Me rendí sin ofrecer resistencia, como se rinde el juicioso que reconoce la inutilidad de su resistencia. Y gustoso, ¡sí, plena, absolutamente, gustoso!, me convertí en tu esclavo, y esclavo tuyo sigo, y esclavo tuyo quiero seguir mientras me quedé un soplo de vida. Porque, mujer, no quiero más vida que la maravillosa vida que tú me das esclavizándome.