Los santos no son gente rara o negativa, unos tipos de los que siempre se quejaba Chesterton diciendo: “No me gustan esas personas que hablando siempre del mar solo se fijan en el mareo”. Son tipos de carne y hueso, con buen humor, no se enroscan en lo negativo, sino que vencen al mal haciendo el bien.
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Juan Pablo II fue un hombre de esos, santo, con naturalidad. A él le gustaba aprovechar el tiempo y se levantaba a las 5.30 de la mañana. A las 7 de la mañana celebraba la misa sin rutina, respetando los silencios litúrgicos. Y todos los días rezaba las tres partes del rosario y el viernes el Vía Crucis. A las 11.00 comenzaban las audiencias en su biblioteca. Sobre las 14.00 aparecían los invitados a su mesa, porque nunca comía solo. A las 15.00 se levantaba de la mesa y a las 15.30 descansaba media hora por obediencia médica. A las 18.30 recibía a sus colaboradores de la curia vaticana. A las 20.00 cenaba y luego veía el telediario. A las 21.00 volvía a su despacho a trabajar. A las 22.45 volvía a la capilla a rezar, y a las 23.00 cuando el reloj de la plaza de San Pedro sonaba, iba a su dormitorio.
Sabía perdonar a sus enemigos. Y lo demostró cuando el 27 de diciembre de 1983 visitó en su celda de la cárcel a Ali Agca. Sentados en dos sillas, uno frente a otro, hablaron confidencialmente. Y les dijo a los periodistas: “Le he hablado como a un hermano al que se le ha perdonado, y ahora tiene mi confianza”.
Atento siempre a los jóvenes con problemas. Así en agosto de 1996, se reúne con los jóvenes en París, y cuando salía del estadio, uno de aquellos jóvenes se acercó a él y le dijo: “Soy ateo, ayúdame”. El Papa se le acercó y le habló unos instantes. Y luego a través del Arzobispo de París, le hace llegar a aquel joven, “que el Papa reza por él, aunque está preocupado porque no hizo lo suficiente”. Y aquel joven le responde al Papa: “Díganle que hice lo que me mandó, después de hablar con él, compré unos evangelios, y encontré la respuesta que buscaba. Ahora me preparo al bautismo”.
También ha sabido hacer de samaritano con el que sufre. Y esta fue la historia que contó Edith Zirer cuando visitó Israel.
-Una mañana de enero de 1945, los soldados rusos nos liberaron del campo de concentración de Hassak. Y Wojtyla me salvó la vida. Me encontró en una estación de tren cercana a Cracovia, me dio una taza de té, un bocadillo de pan negro y queso, y me llevó en sus brazos kilómetros, mientras caía la nieve hasta Cracovia. Y me dijo que él también sufría por la muerte de sus padres y su hermano, pero que no había que dejarse vencer por el dolor. Y su nombre se me quedó grabado en mi memoria para siempre.
Todas estas son pequeñas historias de una vida santa. Y es que los santos siempre son de todas las estaciones porque el amor no pasa nunca