Cuando los pocos ahorros de una persona sin oficio ni beneficio lo permiten - escribir no es una labor, representa el aliento de seguir vivo - salgo del levante frondoso de la huerta valenciana hacia el sur peninsular, cruzo el estrecho y recalo en Tánger como primera pausa en Marruecos. Luego tal vez Casablanca y, de regreso, visita pausada, anegada de olores, inflamado bullicio que surge incandescente en mi zoco preferido de Rabat-Saleh.
Tánger tuvo fama de ser urbe de los cónsules más renombrados de la Sodoma intelectual a partir de los años 30 del pasado siglo, cuando la existencia asumía el vaho apasionado ceñido en lujuria, noches interminables de largo satén, alcohol achampanado, humo morfinómano, sexualidad sin freno y amores quebrados y tardíos.
Durante ese tiempo Paul Bowles fue el sumo sacerdote de una religión cuya piedra de los sacrificios tenía incrustada la carne de un jovencito de piel canela y un mar de venas pasionales que el escritor bebía hasta la embriaguez total.
Allen Ginsberg, Tennessee Williams, Jean Genet, André Gide, Cecil Beaton, Gore Vidal, Haro Ibars y una legión de bohemios, abandonaron la posguerra de Europa para ir al encuentro de las vaporosas alucinaciones del al-Maghreb.
Y eso es Tánger, lugar en que sopla el siroco de los aromas, y sus calles, palacetes, hoteles, Zoco Chico y Grande, la propia Alcazaba y esa bajada por la Gran Mezquita camino del puerto, esparce en el aire un sabor a quif invitando al misticismo.
Sería un desliz decir que ciudad es lujuriosa en sí misma. Se sabe que algunos de esos escritores, artistas o simples vividores, llegaron a ella en busca de droga y efebos en flor, después se enamoraron de Tánger y crearon pasmosas remembranzas.
Si el viajero anhela darse cuenta, sería suficiente acudir al antiguo museo de la Delegación Americana, al final de una zona rayando en lo inmoral y en uno de los lugares con sabor a tiempo inmemorial de la Medina, la calle Es Siaghin.
La mansión contiene retazos de finales del siglo XVII, y en sus salas se localizan pinturas, grabados, fotografías, esculturas, litografías y recuerdos de aquellos creadores (Paul Bowles dispone de una habitación para él solo) que hicieron de Marruecos, y especialmente de esta zona del Rif, la expresión del arte envuelto en fogosidad desmedida.
En la metrópoli predominaba el castellano – hoy venido a menos - sobre el francés. “Hola, buenos días” se escuchaba más que “Bonjour” hasta en las angostas callecitas, el terminal de autobuses, y en cualquiera de las tiendas o cafés del boulevard Pasteur, lugar en que la gente se limitaba a observarse unos a otros. Era el pasatiempo preferido de la ciudad internacional.
Finalizado el conflicto bélico de la Segunda Guerra Mundial, ese “juego” terminó. Quedaron los recuerdos, páginas literarias inolvidables, querencias furtivas, jovenzuelos adoloridos y cansados de hastíos afligidos.
Los que atravesaron como una luz que no cesa ese tiempo tangerino subliminal y único, lo supieron bien: La ciudad contenía una dádiva sagrada hoy convertida en pasado insondable.
Se coexiste de muy diversas maneras, y solamente las evocaciones cinceladas en descachados bares y clubs alicaídos, aún otean el viento sandunguero de una ciudad de Tánger que durante tres décadas se la juzgó imperecedera y tan eterna como las aguas del Estrecho.