Un nuevo brote del virus Ébola, que se creía en parte controlado, mantiene en vilo a Guinea y a los países vecinos: Liberia, Sierra Leona y va camino de Mali. La toxina, muy contagiosa, es letal hasta en un 90 por ciento de los casos, lo que le convierte en uno de los patógenos más temidos y memos conocido a la hora de atajarlo de cuajo.
La epidemia ha cobrado ya la vida de unas ocho docenas de personas en esas naciones y ha entrado con fuerza de espanto en Conakry, capital de Guinea.
La llegada del mal a una ciudad de dos millones de habitantes que dispone de un aeropuerto internacional con conexiones con otros países de la región, ha vuelto a alarmar a la población de África occidental.
Ya se habla nuevamente -igual que en la película y antes “best seller” de Richard Preston, “Zona caliente”- de bacterias que comen tejidos humanos y de pus resistente a los fármacos. Quienes apelan a estos temores suelen evocar la imagen de un viajero, igual que el “Judío errante”, portador de un microbio letal que, proveniente de un oscuro rincón del planeta – normalmente África – llega a Occidente para desencadenar una epidemia que le arrancará la vida a miles de almas de un zarpazo certero.
El germen exterminador, aún sabiendo que es muy difícil combatirlo en el plano médico, no lo sería menos en el plano higiénico, pues la enorme miseria de las poblaciones de esa área tropical, que malviven en condiciones intolerables sin la más mínima atención sanitaria y la extrema degradación del ecosistema en la que habitan, es caldo de cultivo propicio para su propagación.
Ese es el origen de llamarlo “el virus de la miseria”.
En los estados occidentales, mirando siempre las desgracias de los demás desde un plano superior, sus autoridades insisten en decir que la epidemia es difícil que nos alcance.
Esos gobiernos, sin darse cuenta real del cinismo de sus palabras, han vuelto a recalcar como otras tantas veces, que “es prácticamente imposible que el virus salga ahora de la zona donde se halla, como sucedió primero con Uganda, y después en el Zaire, porque los afectados morirían antes de poder tomar un avión.”
La afirmación es un manifiesto falso: se ve que, en tanto los africanos se las arreglen para morir sin molestarnos, podemos estar tranquilos. Es la doliente ética del avestruz.
Pocas veces – y han sido muchas a lo largo de la historia - la humanidad ha estado tan cerca de un contagio generalizado como en estos momentos.
La aldea global que es la tierra, no lo es solamente en el campo de las comunicaciones, sino en todo lo que se manipula. Un microbio dañino nacido y mantenido en un perdido y remoto tubo de ensayo en un lejano pueblo, puede, si se escapa, estar en pocas horas a miles de kilómetros, ya que los transportes actuales cubren el planeta a una velocidad de vértigo.
La llamada “peste negra” en la Europa medieval, arrasó medio continente: no cruzó los mares y océanos para ir a otras tierras; actualmente puede hacerlo en un avión y sembrar su mal en todo el globo. Tanto es así, que no se habla de una guerra mundial como el próximo episodio catastrófico, sino de la presencia de una toxina manipulada que, sacada de un centro de investigación, acabe de un soplo con la vida de millones de seres.
Siempre, al principio de un milenio, se habla de plagas malditas, tumores sin cura, pestes, muerte y desolación, con la salvedad de que el virus Ébola es el horror en su máxima expresión.