Cuentan que hubo una vez una princesita cuyo nombre nunca mencionaron, que vivía en un majestuoso palacio situado en un reino que tampoco sabemos cómo se llamaba, pero si sabemos que este palacio poseía un extraordinario jardín lleno de flores asombrosas, entre las que destacaban unas rosas negras grandes como la cabeza del chambelán. Por un fenómeno que sólo podría explicar la magia, pues de otra manera no sería explicable, esas rosas negras se sostenían en el aire a pesar de tener unos tallos tan finos como agujas de coser.
Pero vayamos a lo que más importa, que es el bonito estanque situado en el centro de este esplendoroso jardín. En el estanque había cisnes blancos, cisnes rosas y cisnes del color de una noche sin luna ni estrellas, además de los pesados y nulamente ocurrentes patos.
De todos estos bichos, el preferido de la princesita era una ranita muy original. Muy original porque en vez de ser verde como suelen serlo, era dorada como el oro y brillante como los diamantes. Estas notorias particularidades iban acompañadas de otra todavía más excepcional: además de croar, era capaz de decirle a la princesa:
—Dame un beso en la boca y me convertiré en un príncipe muy hermoso.
Lógicamente, la princesita no le creía. ¿Cómo iba a convertirse en príncipe una ranita? Imposible. La lógica era la lógica.
Sin embargo, un día la princesa se levantó con la fantasía muy subida de grado y se dijo:
—¿Qué voy a perder si lo pruebo? Pues, lo más seguro es que no perderé absolutamente nada.
Y decidida, cuando la ranita le dijo:
—Dame un beso en la boca y me convertiré en un príncipe muy hermoso.
La princesita le plantó un beso en su bocaza, resultando entonces que el insistente batracio no había mentido. Tuvo lugar una gran explosión, desapareció la ranita y su lugar lo ocupó un apuesto príncipe ricamente vestido. La sorpresa fue tal, que la princesita perdió la compostura, exclamando:
—¡Leches, pues es verdad lo que decía la pesada ranita!
Entonces el príncipe, ex rana, comenzó a hablar como una cotorra, a decir una sarta de idioteces, ensordeciendo y bañando de malolientes partículas de saliva a la princesa. Ella comenzó a sentir asco y un insoportable dolor de cabeza que la estaba poniendo en peligro de volverse loca.
Afortunadamente, antes de llegar a perder la razón, la princesita recordó el modo en que se puede deshacer lo hecho y le arreó una tremenda bofetada al príncipe, cuya brutal violencia consiguió quitarle media docena de dientes antes de convertirse de nuevo en rana.
Entonces, la princesita soltó un atronador suspiro de alivio, contactó por medio de su móvil con el mago Merlín y le hizo una petición.
El mago Merlín, que podía realizar prodigios vía telepática, logró transformar a la rana, ex príncipe, en un bebedero para patos. Y allí está, hasta el día de hoy, en el magnífico jardín del palacio de la princesita sin nombre, siendo continuamente picoteado por esos estúpidos animales que todo lo que han aprendido a decir en millones de años es: ¡Cuac!