Aracataca es una población cercana a la caribeña Santa Marta en el norte de Colombia unida a la Guajira con Venezuela. En ella surgió Gabriel García Márquez. Cuatro o cinco veces estuvo el Nobel en su lugar de nacimiento, y en su memoria ha sido para siempre el caldo prodigioso que derramó en sus obras literarias.
En una de esas visitas hizo una declaración de sentimiento hacia la heredad de su niñez:
“Me siento latinoamericano de cualquier país, pero sin renunciar nunca a la nostalgia de mi tierra: Aracataca, a la cual regresé un día y descubrí que entre la realidad y la nostalgia estaba la materia prima de mi obra”.
El “Macondo” de “Cien años de soledad” – “veinte casas de barro y cañabrava construidas a la orilla de un río”- en la entelequia inflamada de Gabo, era un pueblo marcado de olvido y un tiempo azaroso inundado de portentos, donde solían llegar gitanos vendedores de lo imposible y un permanente cambalache de personajes en cuyo epicentro, Úrsula Iguarán, era la representación de una historia interminable donde el amor envolvía cada acto de la realidad circundante en una ciénaga afrodisíaca.
Tenemos un adentro y un afuera imperecedero en las estribaciones del espíritu cicatrizado de la borrascosa existencia, y en algún lugar deberá estar esperándonos una sonrisa raudal y suelta, la mirada puesta en una flor colgada de un Araguaney o un deseo de amar o hacer el acto carnal más apasionado y duradero, en una esquina polvorienta y sudorosa del “Macondo” de nuestra vida.
Cualquiera lo podría decir: puro realismo mágico recubierto de tragedia personal, mientras trascurre la vida, toda, de un continente azulado que comienza en el Golfo del Darién y finaliza más allá de los caladeros de Iquitos y Nautá.
“Cien años de soledad” contiene el reflejo telúrico del continente latinoamericano, y representa, en una de sus incontables formas creadoras y sorprendentes, el llamado penetrante de estas heredades –de Río Grande a Tierra de Fuego - cuando la secreción de la piel son lágrimas con sabor a salitre al ver a tantos de sus hijos escapando de la miseria y el abandono.
El libro cumbre de Gabo es la historia perenne, infausta, abierta en cicatrices, de esa América autóctona de piel cobriza y negra, de la ensoñación, la esclavitud, el desprecio y el coraje encendido que ayudó a romper con las manos tantas cadenas opresoras.
Si hubo un libro que enseñó al mundo la realidad de un continente mestizo mezclado a la fuerza de un látigo, ese ha sido “Cien años de soledad”.
Los nietos de los hijos de “Macondo” salieron de los fangales tropicales tras leer las palabras de Gabriel García Márquez. El escritor colombiano se había convertido dentro de ellos en un chaman caribeño prodigioso, les contó historias pasmosas que quisieron conocer, no hallaron nunca a la primera generación de los José Arcadio Buendía e Úrsula Iguarán, sí a la reencarnación del gitano Melquíades que le fue indicando los senderos por donde se llega al final de los tiempos con miles de vidas extraordinarias, inventos fabulosos, cambalaches amatorios, juegos de cartas, políticos felones, frailes tramposo, leprosos dueños de burdeles, y lo más importante, fantasear y beber la vida, tal como llegue hasta el último y definitivo sorbo.
Aprendieron vocablos hasta entonces desconocidos: éxodo, destierro, expatriación... y añadieron otro nuevo: aislamiento vejatorio.
Con Gabo murió “Macondo”, dicen titulares de prensa, y no es muy cierto. El pueblo, ni en la imaginación, es ya lo que era; no obstante, si una abre las páginas de “Cien años…” sentirá el frío del hielo, buscará con un imán una vieja moneda perdida en el rincón más insondable de la memoria.
Macondo - y en esto estamos de acuerdo los que por vaivenes de la vida conocemos esas tierras - representa el arquetipo de la realidad de cuanto ocurre no solamente en Colombia, sino en toda Sudamérica.
Y esto tendría escaso valor si no contara con su extraordinario fabulador, dando lugar a un mundo mítico que existía, pero hasta que García Márquez no lo describió, nadie sabía con certeza qué representaba.
“Macondo” está hoy humedecido de mariposas amarillas y hojarascas de plátano remontando el aire, mientras la guayaba convierte su color verde y rojo en penas negras desoladas.