Eso llamado vida

El ser humano sueña con ser eterno o retardar al máximo la llegada del  crepúsculo final de la existencia, siendo esa una de las razones – tal vez la principal -    de indagar el destino del Universo.

 

¿Pudieran existir otras vidas y ser tan heterogéneas que no pudiéramos comunicarnos con ellas? Hasta los momentos sólo parece haber algo cierto: somos parte de la explosión del Big Bang.

 

Un laboratorio científico logró alargar la existencia de la  mosca  de la fruta un cuarenta por ciento más.  El gorgojo, en lugar de respirar durante 80 días, lo hizo a lo largo de 110. Admirable y asombroso.

 

 Nuestro envejecimiento es debido, entre otras causas, a los elementos tóxicos producidos en las moléculas del oxígeno. La esencia primordial de nuestra vida es también causa de su muerte. Paradójico.

 

El oxígeno es indispensable, sin él no estaríamos aquí, pero es un elemento tan activo que daña las células. A medida que los años avanzan, los mecanismos de defensa que nos protegen de esos efectos se van debilitando, hasta el punto de que las células se degeneran y sucumben.

 

 Y aquí entra la famosa mosca. Sobre ella se hizo un experimento y se descubrió  que el gen de las mutaciones es el causante de los trastornos de la edad. Salvado esto, el moscardón pudo retozar unos cuantos días más, que en ella son como años nuestros.

 

El hallazgo nos  llevó a los vericuetos del misterio existencial, un  concepto tan antiguo como el hombre. El  fallecimiento es realidad e incógnita a la vez. La supervivencia, si nos acogemos al concepto pesimista  de Schopenhauer,  “es una perturbación inútil de la calma del no ser.” Muy al contrario Anatole France alegaba: “La vida resulta deliciosa, horrible, encantadora, espantosa, dulce, amarga; y en nosotros lo es todo.”

 

 La muerte es un fenómeno trivial: Cuenta con una tirada promedia  de 100.000 ejemplares al día. Sin embargo, el arcano no está resuelto  a cuenta de  las estadísticas, porque subsiste un hecho: mi propia muerte permanece única. La parca es tan singular y personal como la supervivencia misma.

 

El permanente pensamiento en el más allá nos empuja hacia el sueño de la inmortalidad, esperando convertirnos alguna vez en un eterno “Judío Errante”.

 

Los faraones del antiguo Egipto lo intentaron, al igual que otras antiguas civilizaciones en las tierras de Mesopotamia. El experimento Frankenstein en los albores del siglo XIX representaba  el anhelo que marcaba en esa dirección. Vano intento.

 

El relato de Edgar Alan Poe llamado  “El extraño caso del señor Valdemar”, puede darnos una idea aproximada de lo que supuestamente ocurre en el trance final: “... y se escapó del pecho del moribundo un suspiro natural, y cesó la respiración estertorosa, es decir, no fue ya sensible aquel estertor”.

 

En ese intervalo, todo ser que respiró los componentes de la vida parte al encuentro de su cuna primogénita: el sorprendente universo de las estrellas. Allí -   y en ninguna otra parte – se halla nuestro verdadero vientre materno.

 

¿Volveremos a reencarnarnos?  ¿Germinaremos de nuevo en este u otro Universo paralelo?  Parece haber algo cierto: la nada no existe. Hay un 90 por ciento o algo más de masa y energía oscura en el Espacio infinito que nadie sabe con certeza en que consiste.


Es más: nada desaparece en el Cosmos, todo se trasforma.



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