Despilfarro y responsabilidad

El asunto de El Musel trae en estos días aún más cola de la que en sí mismo traía. ¿Cuál es la cola actual, o mejor dicho, los problemas antiguos que ahora se manifiestan en toda su virulencia? Pues son, de un lado, los económicos, de otro, las sospechas de un fraude múltiple, cuyos indicios son ahora fehacientes y que, tras haber sido investigados por la Oficina Europea de Lucha Contra el Fraude, han sido enviados a las autoridades judiciales españolas.

               

Como el lector recordará, los costes de la obra del puerto xixonés se dispararon y, a la vez, existe una reclamación económica de quienes realizaron la obra y una cantidad pendiente de cobrar de subvenciones europeas, sin que sea descartable el que, asimismo, haya que devolver fondos europeos ya recibidos. Estos son los números: 710 millones, en total, de los que 124 son de sobrecostes y 85,67 de actualización de precios; a ellos habría que añadir los 350 de costes adicionales que la empresa constructora reclama ante los tribunales (y pocas veces gana la Administración un pleito). De ese dinero, 531 millones fueron puestos por España, y la UE puso 247,5, de los que 49,5 están retenidos. La citada Oficina recomienda ahora que tanto el Estado Español como la UE recuperen lo puesto, por fraude. El asunto, a examen, enjuiciamiento y pleito.

               

Pero no podemos olvidar que la «cola» principal de este asunto estaba en la propia concepción del proyecto, la idea de que un puerto enorme atraería por sí solo actividad portuaria, cuando es la vitalidad económica del área donde se ubica el puerto la que genera actividad. Dentro de esos límites, la gestión comercial puede llevar a un óptimo el aprovechamiento de todas las potencialidades o, por el contrario, aprovecharlas apenas. Esto último era lo que había ocurrido históricamente con la gestión del puerto, pues, amparándose en la sopa boba de los tráficos cautivos, los gestores se habían limitado a poco más que a beneficiarse de las rentas funcionariales, empresariales o (desde el advenimiento de la democracia) sindicales que de por sí se generaban. (Por cierto, es muy difícil, sino imposible, recuperar esos tráficos que, por esa desidia aprovechada, se han ido a otros puertos).

               

Al margen de esa visión errónea de lo que es un puerto, en la voluntad de su ampliación desmesurada (no olvidemos que la pretensión inicial era dar aún más amplitud a la misma) estaba ínsita la voluntad de realizar el mayor gasto posible, aprovechando fondos europeos, pidiendo al Estado, endeudándose. «Caballo grande, ande o no ande», podría haber sido el lema que guio el desatino. Si recordamos la época, la de la inflación de expectativas y endeudamiento del 2002 al 2008; los impulsores, el PSOE y Areces (a quien la opinión pública aclamaba como «El deseado», teniéndolo —recuérdese— ¡por un gran gestor!); la filosofía de tantos políticos, que podría ser el paulino «comamos hoy y bebamos, que mañana moriremos» o el más vulgar «el que tire detrás que arree»,  entenderemos perfectamente cuál fue el clima en que se produjo el dislate .

               

Llegados a este punto, se alzan por doquier voces contra los anteriores gestores del puerto y, especialmente, contra don Vicente Álvarez Areces, sus políticas y su responsabilidad al respecto. Ahora bien, seremos tremendamente arbitrarios, y contrarios a los propios intereses colectivos en el futuro, de no apuntar que sean cuales sean las responsabilidades del presidente y de otros, en el ámbito político esas responsabilidades se encuentra repartidas entre una parte importante de la ciudadanía asturiana. Porque debe recordarse cómo por aquel entonces una mayoría de los ciudadanos aprobaba con sus votos y con su entusiasmo la política del «comamos hoy y bebamos, que mañana moriremos», como si el futuro no existiese, no ya para sus hijos o nietos, sino ni siquiera para ellos mismos a la vuelta de un lustro. Y de ese modo, cuando en una soledad casi absoluta algunos nos opusimos a aquella ampliación desmesurada del llamado «superpuerto» por inútil, porque no estaba ahí la solución de nuestra economía y empleo, porque los costos iban a empeorar aún más las opciones de captar tráficos en el futuro, no solo no nos vimos acompañados por ninguno de los partidos institucionales, sindicatos ni opinión pública, salvo una exigua minoría en este caso, sino que hubimos de soportar acusaciones e infamias. Así, por ejemplo, empresarios no ligados al negocio portuario ni a su ampliación llegaron a decirme personalmente que lo que yo hacía era «trabajar para Barcelona y los catalanes», acusación que nunca entendí plenamente y, menos, como me pareció que se me quería sugerir, no por incapacidad o ceguera, sino por algún motivo o estímulo inconfesable. Es cierto, por otro lado, que aquella ocasión me proporcionó instantes de hilaridad, como cuando sindicatos y patronal llegaron a decir, al sugerirles el problema de los créditos y los costos, que (no se me orinen, queridos lectores), si hiciese falta dinero, se venderían los terrenos portuarios antiguos para pisos.

               

La democracia se caracteriza, entre otras cosas, por la irresponsabilidad de los electores, no solo porque ellos no sean responsables de los actos desacertados o delictivos que puedan cometer los electos por ellos, sino porque, en general, el ciudadano tiende a no establecer conexión entre su voto y las consecuencias del mismo, hasta el punto de que, cuando las cosas van mal, «se olvida» de a quién ha votado o para qué lo ha votado o dice creer que ha votado a otro partido.

               

Y, sin embargo, si la democracia ha de acercarse a la perfección, hay que exigir que no solo el político (el chivo expiatorio del «Levítico») sea consciente y responsable de y por sus decisiones, sino que lo sea también el ciudadano, responsable último en su parte alícuota del conjunto del Estado y la Administración. Entre otras cosas, porque, si nunca toma conciencia del cuándo, cómo y por qué de sus errores, volverá a repetirlos, ya no en su voto, sino en la exigencia de que aquellos a quienes elige vuelvan a cometer los mismos dislates que hasta aquí nos trajeron.

               

Y las calles están llenas ya de ciudadanos que están dispuestos a votar a los mismos para que hagan exactamente lo mismo. En olvido y desfiguración de aquello y en la irresponsabilidad de quiénes fueron los responsables, de quiénes sostenían la pancarta del «comamos hoy y bebamos, que mañana moriremos», de la que únicamente les era visible la primera parte de la frase, sin ver que inevitablemente implicaba la segunda. O viéndola, sí,  quizás, sin percibir que la frase, cuyo sentido ellos entendían y entienden como pragmático y epicúreo, como un «carpe diem», les lanzaba un guiño admonitorio y sarcástico que eran y son incapaces de percibir, el de una consecuencia, el de un «memento».

 



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