Hubo un tiempo en que caminé muy despacio hacia el Sur. Vivamos entonces en las costas del Caribe venezolano entre manglares, mangos y pan de arepa, mitad del medio de Isla Margarita y Coche, en un salitrado de Nueva Cádiz, la ciudad hundida de las perlas que Cristóbal Colón llevó a las manos de la castellana reina Isabel.
Lo hacía, como todo jovenzuelo ilusionado, al encuentro de Jorge Luís Borges, pretendiendo saber en qué idioma escribía el ciego de Rivadavia los pesares recónditos de su pueblo.
Un impresor rioplatense de la calle Lavalle, viéndome perdido y algo estremecido, me apuntaló para calmar el repelente de mi ansia:
“En el Sur no hay letras ni palabras, pibe, solamente viento furioso y anhelos inconmensurables”.
No habló de sangre, eso lo intuí.
La misma tarde de nuestra llegada la encontré convertida en dolencia solidificada en la Plaza de Mayo, frente a “La Casa Rosada”, donde todos los mandamases adularon, mintieron y punzonaron con saña a su pueblo.
Allí, a la sombra del malva y el añil, el pardo amargo y el gris abatido, un puñado de mujeres rezaba un interminable rosario arrodilladas sobre el césped frente a la llama perpetua en honor del General San Martín.
Viendo esa escena, comprendí la razón de que Buenos Aires fuera, aún en los momentos más aciagos, inmortal como la lluvia y el aire.
En un zaguán, una viejecita de ojos hundidos, entretejidos de sueños, me entregó una hoja de papel humedecido donde se narraban historias aterradoras de niños desaparecidos, mujeres lanzadas al Río de la Plata desde helicópteros y hombres torturados con perros amaestrados que los iban despedazando con saña.
- Tome, llévese esta hojarasca consigo para no hacer la amargura olvido.
Recordé los versos del poeta Andrés Eloy Blanco en el que cuenta cómo a las madres todos los años se les muere un hijo, y creí ver en ella la lobreguez de la loca Luz Caraballo en los paramos de los Andes merideños, contando con sus deditos ateridos de frío, cada uno de los seres de sus entrañas disipados en brumas lechosas.
Lo rememoro aún hoy: la ciudad de Buenos Aires tenía esa atardecida la melancolía de una pasión cuando pierde el último tren de la ternura, una frustración sin contornos y un dolor insondable truncado y convertido en carcoma
A lo largo de nuestro peregrinar en plazas, parques y esquinas, he visto mucho dolor comprimido, y a sabiendas de ese lastimar hasta el tuétano, las escenas de la Plaza de Mayo están incrustadas hasta el alma.
Fue allí, bajando hacia el barrio San Telmo después de dejar esa calle larga como culebra llamada Belgrano, en una librería con olor a alcanfor y menta, en la que hallé la pequeña obra “Cuentos para leer sin rimel”.
Sentado en el Parque Lezama devoré las páginas a las que vuelvo siempre cuando vislumbro - me sucedió en Barranquilla, Lima, Santo Domingo, Puerto Príncipe, La Habana y las ciudades de Venezuela - la soledad de una madre.
¿Y por qué este ramalazo de recuerdos que si se hurgan duelen?
Otra mujer, cansada de buscar a su hijo perdido hace unas semanas en Caracas, en una de esas manifestaciones estudiantiles contra el régimen chavista de Nicolás Maduro, vino a verme a la casa de la vereda de Chacaíto, el aposente caraqueño en la que moro y garrapateé tantas “Cartas a Patricia”, en pos de ayuda.
“Escriba que estoy rota, desecha en lágrimas y me ahoga hasta la respiración”, sollozó compungida.
En su rostro desencajado se reflejaba la tragedia de un país, y con él, todos los sueños de libertad de un pueblo generoso, sano y noble hoy traicionado hasta lo más profundo de su médula desmenuzada.