A Anacleto, la gente que le conocía lo consideraba patéticamente tímido. Los tímidos, aunque los muy salidos no lo crean así, tienen también su encanto para cierto tipo de mujeres. Por ejemplo Lucía, una chica bonita, ardiente y lanzada que vivía en el mismo bloque de pisos que Anacleto.
Lucía hizo cuantos ardides femeninos conocía para llamar la atención de Anacleto. Le guiñó el ojo derecho, le guiñó el ojo izquierdo, le guiñó los dos ojos a la vez, le lanzó besitos a través del aire primaveral y le hizo contoneos de nalgas tan sensuales que, de haberlos podido ver hombres de tanto prestigio amoroso con Don Juan Tenorio o Casanova habrían resucitado para irse tras ella y practicar con su colaboración todo lo que se conoce, y más, pueden hacer un hombre y una mujer en materia sexual.
Nada de todo esto le valió con él. Un día, decidida, aprovechando que Anacleto se hallaba solo en su casa llamó al timbre de la puerta de su vivienda. Él le abrió y sorprendido le dijo cargado de ingenuidad:
—Hola, vuelve más tarde que mis padres no están aquí ahora.
Lucía que había llegado allí dispuesta a todo, todo, le dijo:
—Precisamente porque no están tus padres he venido yo. Extiende tus brazos.
Obediente él (porque sobre este tipo de conducta suya sus progenitores solo elogios tenían) extendió sus brazos.
Entonces Lucía comenzó a colgar de ellos primero la rebeca que llevaba puesta, después el vestido, a continuación el sujetador y finalmente la última prenda que todavía conservaba en su escultural persona, quedando delante de Anacleto igual que iban las mujeres trogloditas antes de descubrir remedio para su frío corporal.
Y por fin Anacleto creyó entender lo que ella quería y devolviéndole toda la ropa dijo, servicial:
—Comprendo. Lo que tú necesitas son unas cuantas perchas. Ahora mismo voy a buscártelas. Nosotros tenemos de sobra.
Cuando Anacleto regresó con media docena de estos objetos tan útiles para colgar prendas de vestir, Lucía se había marchado ya llorando, más frustrado que el sediento del desierto que consigue llegar con sus últimas fuerzas a un oasis y lo encuentra seco.