Se vive de muchas maneras, y aun así, solamente se recuerda merodeando al encuentro de ramales en flor que han dejado en la piel sabor a sándalo y ardores furtivos que, si se rozan con las manos, escuecen.
Era una mañana azulina, sin brisa, sobre un rompiente del mar de las viejas civilizaciones: el Mediterráneo de nuestras mejores evocaciones. El hombre de barba aceitunada y cuyos antepasados abjuraron de su fe judía, nos abrió generosamente la puerta de su colmado - blanco de cal cegadora - sintiendo estar en presencia de un espacio varado sobre esos mismos acantilados en un lejano tiempo de nuestra existencia ya inmemorial.
Sus ojos cansinos tenían la serenidad del que está adolorido de mirar sin ver las comisuras del alma añeja.
“Bienvenido, andariego”, expresó con un deje de sílabas lejanas.
Pregunte por ella, la mozuela alegre de labios rosados, encendidos pechos y melena brillante color espiga de trigo maduro.
“Igual que llegó se fue. Era un pajarillo buscando un nido”.
Sobre mesa de madera enjuagada con lejía, tendió mantel, jarra de vino, rebanadas de pan, embuchado, ajos en aceite, aceitunas verdes, boquerones en vinagre, mientras él, en un rincón, junto a un aparador rebosante de amarillas fotografías, platos y figurillas añiles de porcelana, nos observaba. Yo desgarré el silencio montuno:
- ¿Mucha cosecha en la ribera baja?
Las sombras de las jaras, los olivos y el pino negro de las estribaciones de la sierra del Mulhacén, hacían sentir entre la brisa ardorosa el ahogo de Boabdil, el lloroso rey del frondoso vergel.
El monarca nazarí, en manto de púrpura hilvanado en oro por manos de esclava cristiana, se paseaba envuelto en honda pena ante la pérdida del último reducto rifeño de la Península, y esa angustia, y no otra, llenó las cuencas de su mirada de lágrimas con sabor a salitre.
El sefardita igualmente era un extraño de expatriación y lamento. Sus raíces primogénitas seguían guarnecidas en la Torá o Talmud. Entre su propio Yom Kipur y Yavé, el Dios de sus esperanzas furtivas, no había nada. Muchos crepúsculos y alguna remembranza ajada sobre las piedras ocres en la lejana Antioquía de sus antepasados.
Subiendo de las aguas claras del riachuelo, una guitarra andaluza, entretejida en una cueva del Sacromonte granadino, modulaba notas de bulerías, verdiales, peteneras, saetas, polos y jaberas, música de cuerda guardada en crateras de memoria.
La tarde se hallaba alicaída sobre un collado hendido de luz cansina envuelta en cerrazones. De la hermosa muchacha trigueña ya no estaba ni el rocío de sus labios en las cortezas de los algarrobos testigos de caricias nocturnas.
El rimador de los patios de naranjales y limoneros agrios ayudaba con sus estrofas a esclarecer el desosiego taciturno:
“Se nos ha ido la tarde en cantar una canción, en oler una rosa y en recordar un amor. Y se nos irá vida en volver a esa canción, en deshojar esa rosa y en olvidar ese amor”.
Por primera vez en mucho tiempo me sentí sereno conmigo mismo. Los años – muchos –ya no pesaban: había vivido.