Hace unas fechas asistí a la conferencia que un gran amigo mío pronunció en el marco del Seminario Jurídico Gerardo Turiel, que giró en torno a las modificaciones de la normativa sobre arrendamientos urbanos y propiedad horizontal.
En el turno de preguntas requerí del ponente que me aclarara si el legislador había mostrado algún tipo de sensibilidad a uno de los graves problemas que afecta actualmente a los propietarios de inmuebles, como es el referido a los okupas y a la figura de los cerrajeros, que, en ocasiones, desempeñan un papel nuclear en la “ocupación” de pisos como colaboradores necesarios. La respuesta fue negativa. Lamentablemente, para el legislador estas cuestiones no existen o no son dignas de atención, pero, en la práctica, plantean serios problemas del tenor de los que vamos a abordar en este artículo.
El artículo 18.2 de la Constitución española proclama que el domicilio es inviolable, sin que ninguna entrada o registro pueda hacerse sin el consentimiento del titular o resolución judicial, salvo en caso de flagrante delito.
Sobre este precepto, el Tribunal Constitucional ha construido una doctrina muy elaborada que pasamos a resumir de un modo asequible para el lector.
La regla general es la de la indisponibilidad de los derechos y libertades públicas fundamentales, regla que cede en el caso del domicilio, de tal manera que, para acceder al mismo, el titular puede dar su consentimiento.
En lo que atañe a la autorización judicial, es el juez el que debe proveer al agente de la autoridad que tenga motivos para penetrar en el domicilio de la correspondiente resolución habilitante. Tal mandamiento es necesario incluso cuando se trate del cumplimiento de una resolución judicial, exigiéndose otra resolución específica que autorice la entrada al domicilio.
Por último, tenemos el supuesto del delito flagrante.
La palabra “flagrante” viene del latín “flagrans flagrantis”, participio del verbo “flagrare”, que significa arder o quemar, y se refiere a aquello que está resplandeciendo como fuego o llama y en este sentido ha pasado a nuestros días, de modo que por delito flagrante hay que entender, en el concepto usual, aquel que se está cometiendo de manera singularmente ostentosa o escandalosa, que hace necesaria la urgente intervención de alguien que termine con esa situación anómala y grave a fin de que cese el delito, porque está produciendo un daño que debe impedirse inmediatamente o porque es posible conseguir que el mal se corte y no vaya en aumento y, además, hay una razón de urgencia también para capturar al delincuente. Así ocurre, por ejemplo, en los casos de robo, incendio, daños, homicidios, lesiones, violaciones, etc.
Dicho con otras palabras, para que exista flagrante delito deben concurrir los tres requisitos siguientes: inmediatez temporal, es decir, que se esté cometiendo un delito o que haya sido cometido instantes antes; inmediatez personal, consistente en que el delincuente se encuentre allí en ese momento en situación tal con relación al objeto o a los instrumentos del delito que ello ofrezca una prueba de su participación en el hecho; necesidad urgente, de tal modo que la Policía, por las circunstancias concurrentes, tenga que intervenir inmediatamente para impedir la propagación del mal y conseguir la detención del autor de los hechos.
Si la inviolabilidad del domicilio está rodeada de todas estas severas y elaboradas garantías, ¿puede un cerrajero cambiar el bombín de la cerradura de un domicilio a instancia de un tercero sin adoptar cautela alguna?
El cerrajero no es titular de la vivienda, no es juez y no forma parte de los Cuerpos y Fuerzas de Seguridad para entrar en un domicilio en caso de flagrante delito. ¿Cómo podemos insertar la figura del cerrajero con la doctrina jurisprudencial elaborada en torno a la inviolabilidad del domicilio?
Un sencillo ejemplo nos servirá para ilustrar la solución: si instáramos la intervención de un cerrajero para que nos franquease la entrada a una entidad bancaria o financiera, ¿actuaría con tanta ligereza como lo hace cuando es requerido para cambiar el bombín de un domicilio particular o nos exigiría acreditar que ostentamos la condición de director de tales entidades?
Consecuentemente, el sentido común nos dice que el cerrajero solo debe actuar a requerimiento del titular del derecho a ocupar el inmueble, sea el arrendador o el arrendatario, y nunca deberá hacerlo a instancia de quien no acredite fehacientemente dicha condición.
Se podrá oponer que, en ocasiones, el titular no podrá acreditar su condición porque ha olvidado las llaves en el interior del inmueble o, en su caso, las ha extraviado, y la documentación al efecto se encuentra en el interior de la vivienda.
En estos casos, el cerrajero, antes de proceder a desmontar o cambiar el bombín, deberá contrastar que quien insta su intervención es el titular, sea propietario o inquilino, recabando la presencia del presidente de la comunidad de propietarios o, en su defecto, de un vecino y, en ausencia de ambos, no debe realizar ninguna operación que permita penetrar en el domicilio sin la presencia de un agente de la autoridad, que deberá permanecer hasta la conclusión de la intervención y ante quien el presunto titular de la vivienda debe acreditar, una vez que acceda a su domicilio, la condición de propietario o inquilino y, en defecto de acreditación, deberá ser denunciado, restableciendo la cerradura a su estado original.
Indudablemente, en esta última circunstancia el cerrajero se quedará sin cobrar, pero tendrá la satisfacción de no haber sido colaborador necesario e imprescindible en la vulneración de un derecho fundamental que solo puede ceder cuando estén en juego otros derechos fundamentales de mayor rango, como puede ser el derecho a la vida.
Pero lo que no puede aceptarse es que los cerrajeros puedan actuar al margen de la ley por un mero afán recaudatorio. Tienen unas importantes funciones que cumplir, pero deben hacerlo en el marco del ordenamiento jurídico y, si no lo hacen, podrán ser imputados como colaboradores necesarios de la vulneración de un derecho fundamental.
El oficio de cerrajero es un oficio necesario, digno, útil y emparentado con la realeza (Luis XVI estaba orgulloso de compartir sus funciones de monarca con su pasión de cerrajero) siempre que sus profesionales están homologados y lo desempeñen con profesionalidad.