Gloria al bravo pueblo

De la película “América, América” de Elia Kazan, siempre nos impresiona la mirada asombrosa del joven Karl Rossmann cuando entre la niebla divisa la Estatua de la Libertad.

 

Esa dama de metal, con sus ojos vacíos, no tenía, como pensaba el armenio, espada en mano alzada, sino una antorcha que alumbrara a los desheredados en las tétricas instalaciones de Ellis Island, hoy remozadas para turistas, pero al principio del pasado siglo rompeolas en que los sueños se desgarraban en miles de pedazos o se hacían realidad.

 

 A tal causa se le llamó “El portal de la esperanza” o “La isla de las lágrimas”.

 

 Walt Whitman, el poeta de Norteamérica, al trovar la fraternidad, el cuerpo humano y su aliento arrebatador, la sexualidad, no podía dar la espalda a  Ellis Island. Y no lo hizo. Un día, mirando la llegada de una falúa con emigrantes al malecón de la isla, escribió:

 

“…Buscando lo que todavía no ha sido encontrado, pero donde está todo aquello que hace tanto tiempo empecé a buscar y porque aún no ha sido encontrado”.

 

 En ese tiempo la epopeya de los apátridas fue deplorable. Suficiente era que a un inspector no le gustara un rostro o la forma de mirarle, para tener cerrada a cal y canto la entrada al país.

 

Los que evidenciaban a los sin papeles en las oficinas de Inmigración, recibían prebendas. De  ello pueden hablar los muelles de Brooklyn. En su obra “Panorama desde el puente”, Arthur Miller  reflejó ese drama y lo hizo saliva cuajada.

 

Ahora, igual a ayer, los seres humanos siguen buscando fronteras intentando cruzarlas, y la mayoría de éstas  se han convertido en muladares con púas y gas tóxico donde no penetra ni el aire. Las alambradas de Melilla son un crudo recordatorio.

 

 Vienen de pueblos perdidos en el África profunda  sin nada; tuberculosas las vacas, el agua la beben los mosquitos y a los surcos de los campos, para que brote una mala semilla,  se les debe  hacer una desgarradora cesárea.

 

 No todos los emigrados salen de sus países empujados de necesidades paupérrimas. El caso  de Venezuela es emblemático y reflexivo a su vez. Esos venezolanos se va a cuenta del terrible hampa, el desastre económico en un país de inmensas riquezas naturales mal administradas y robadas a manos llenas, y la inestabilidad política. Y es que la postura absolutista del gobierno de Nicolás Maduro  invita a cruzar fronteras. Los chavistas, imbuidos en ideas marxistas retrógradas, están haciendo añicos  las incontables ilusiones de cientos de personas.

 

 Los expatriados de aquí y de allá, sobre el Caribe,  saben de lo que hablamos, conocen los sudarios hechos de lágrimas, falta de libertades,  arena, viento y destrozadas esperanzas.

 

Decir que Venezuela vive actualmente una de las noches más negras de su larga y doliente historia, es poco. Allí la libertad se está haciendo añicos de una manera brutal. En el sangrante libro de la vida ya hay marcados 41 estudiantes exterminados por las llamadas fuerzas del orden público, la temible Guardia Nacional Bolivariana (GNB) y los grupos armados del chavismo más violento.

 

Dice la primera estrofa del Himno Nacional de Venezuela: “¡Gloria al bravo pueblo que el yugo lanzó!”. 

 

Y bajo esa frase digna se acrecienta la valentía de  una población que no se rinde.


Lo dijo Cervantes: “Por la libertad, la vida”.



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