La madrecita Rusia, un monstruo agazapado, herido y peligroso, tiene de presidente a Vladimir Putin, ese hombre extraño cuyo único oficio conocido hasta que Boris Yeltsin lo sacó de la manga en una de sus noches de alcohol y cantos del Volga, era el haber sido confidente, hombre de la Lubianka, la sede del temido Comité de Seguridad Soviético, las temidas siglas: KGB.
Y a grandes rasgos, ésta es su historia.
Nos los recordó Ayn Rand en “Los que vivimos”: Había sido la ciudad San Petersburgo; la guerra hizo de ella Petrogrado; la Revolución, Leningrado. La Perestroika la devolvió su antiguo nombre imperial.
Es una urbe fría, de piedra, levantada sobre un pantano; la urbe no nació, sino que fue creada. Primero, se abrió una zanja que se convirtió en la gran avenida Nevsky, tan ancha como el cauce del río Nerva. Seguidamente se sembró de cadáveres. Miles. Campesinos - el siervo mujik - arrancados a la tierra y obligados a trabajar en una ciénaga donde solamente anidaban mosquitos, siendo esa la razón de que en la corta primavera, los tulipanes, jacintos y violetas de San Petersburgo huelan a muerto.
Ahí nació Putin. Su abuelo fue cocinero de Lenin y Stalin, su padre combatió contra los alemanes en las tropas especiales. El presidente estudió Derecho, ingresó en el Servicio Secreto soviético en 1975, vigiló extranjeros y en 1985 fue destinado a Alemania del Este como agente hasta 1990. A su regreso ocupó el cargo de ayudante y vicealcalde de San Petersburgo, y en 1996 fue llamado por Yeltsin a Moscú.
En cuatro años cambió su vida. Pasó de la negritud de las sombras a la luz del Kremlin. Todo un misterio. Igual que su vida. Ahora le inventarán una historia oficial. Rasgos nuevos, gestos limpios, credenciales políticas, sapiencia diplomática. En eso la antigua KGB siempre ha sido aventajada experta.
Toda la existencia adulta de este espía, colaborador de la Stasi, la policía secreta de la antigua Alemania Oriental, transcurrió en el servicio oculto, y eso imprime, como un sacramento, un especial carácter. Lo dice un experto que conoció a fondo los pasillos de la Lubianka: “La imagen de marca del KGB es un fuerte espíritu corporativista, una cierta manera de ser deportiva y ascética, un verdadero culto a la idiosincrasia estatista y, sobre todo, una tendencia a dividir a las personas en ‘amigos’ y ‘enemigos’ del Estado”.
Acostumbrado a obedecer - las órdenes se cumplen, no se discuten - , fue como un perro faldero de Boris Yeltsin. Todo, en ese aspecto, lo hizo bien. Jamás preguntó ni insinuó nada y lo más importante y valorado: consiguió, trabajando como un gatopardo, mucha información comprometedora contra los adversarios del presidente, protegiéndolo así de seguras investigaciones de corrupción.
Con todo Putin tiene algo: carisma, un aire juvenil, una atracción personal que infunde confianza. Habla poco, lo necesario, escucha mucho. Como no está preparado intelectualmente, sus profundos silencios le dan un aire de sapiencia que le ha reportado una magnífica ganancia.
Su método primerizo ha sido la guerra de Chechenia. Y dio resultado. Mientras la Europa de la OTAN atacaba despiadadamente Yugoslavia y Milosevic era considerado un criminal de guerra, Putin recibía de Occidente el apoyo del silencio.
Actualmente, tras la toma a la fuerza de las tierras ucranianas de Crimea, se le ve con ojos distintos: Occidente comienza ahora – un poco tarde - a no confía en él, y razones para ello no sobran.