El niño se lo había pedido otras veces inútilmente, cuando por fin su abuelo consintió en que le acompañase al monte a buscar setas.
—Tenemos suerte, de momento, que nuestro ayuntamiento todavía no les cobra a los seteros —comentó el anciano cuando llegaron a su destino.
—Trae, yo llevo la cesta, abuelo —muy excitado y servicial el pequeño.
Agradó al anciano la buena disposición y consideración que demostraba su nieto. Y como era habitual, el chiquillo comenzó a hacerle preguntas.
—Abuelo, ¿todas las setas se comen?
El anciano estaba de buen humor y respondió:
—Todas, pero algunas solamente una vez.
—¿Por qué una sola vez, abuelo? —intrigado el niño.
—Porque son venenosas y el que se las come se muere.
Muy asustado el pequeño quiso saber:
—Abuelo, ¿conoces tú las setas que son venenosas, de las que no lo son?
—Perfectamente. No te preocupes.
El niño dirigió al anciano, que caminaba a su lado, una mirada de genuina admiración y pensó: “Seré yo algún día tan sabio como es mi abuelo?”