La justicia, cuando de repente y en tropel se entra en una casa, sobresalta y atemoriza hasta las conciencias no culpables. («La ilustre fregona»)
Y esas sentencias. La verdad es que en los últimos tiempos abundan los jueces y las sentencias que a los ciudadanos comunes nos extrañan o están cerca de escandalizarnos (si no lo hacen plenamente es porque escandalizarse, escandalizarse, empieza a ser difícil visto lo visto en tantos ámbitos de lo contemporáneo).
Empecemos por señalar lo que, en teoría, parece consenso: que los jueces deberían ser como los buenos árbitros, o mejor, como el buen narrador, de quien decía Flaubert que, al igual que Dios en el universo, debe estar presente en todas partes pero visible en ninguna. Y, sin embargo, cada vez disponemos de más jueces luminarias, que son ellos la causa tanto como la propia causa. Es cierto que, en parte, eso se debe a la necesidad de alimentar con combustible segundo a segundo los medios de comunicación y que, por tanto, existe una porción de responsabilidad en ese estado de cosas no imputable a los propios togados; pero de todos es sabido que sí existen unos cuantos que parecen necesitar el aliento vital de focos y flases para subsistir.
Otro tipo de juez, que con gran frecuencia se dobla en el anterior, es el juez que pudiéramos llamar «de pasión romántica». Como el pirata de Espronceda, parece ir sentado a la popa de su escritorio recitando el «que yo tengo aquí por mío cuanto abarca el mar bravío, a quien nadie puso leyes». Realizan una interpretación «creativa» de la ley; aplican la legislación de forma que resulta difícil de aceptar que sea exactamente la legislación escrita lo que fundamenta sus sentencias; o, sencillamente, se niegan a aplicar la ley, porque entienden ellos que están por encima de la misma y de sus procedimientos. Un ejemplo próximo lo tenemos en la Audiencia Nacional, con jueces que rechazan aplicar la reciente limitación a la llamada «justicia universal». Y no se trata de que el magistrado entienda que la ley es inconstitucional y de que, en desacuerdo con ella, inicie un procedimiento ante instancias superiores para dilucidar tal cuestión, sino, simplemente, que señala que la ley no afecta a su función.
Esas interpretaciones «creativas» de la ley se sustentan, en el fondo, en una andrómina: la de que es el juzgador el creador de la ley. Y no hará falta decir que la delegación de la soberanía de los ciudadanos, esto es, la capacidad de decidir qué es punible o posible y qué no, recae únicamente en los parlamentarios electos, por tontos que sean; no en los individuos particulares, por listos que sean o se crean.
Una forma de creatividad es aquella de las sentencias basadas en una especie de sustantividad del argumento ontológico de San Anselmo y, al mismo tiempo, en la creencia de la perennidad del maná (o, tal vez, del milagro de los panes y los peces). Son sentencias que se producen a propósito de conflictos entre particulares y Administración. Pues bien, en muchos de estos casos tal parece que alguien hubiese conjurado al juez con un «nunca la mano te duelga», dado lo cuantioso de las indemnizaciones con que se obliga a reparar un daño, en muchos casos con dudoso fundamento objetivo. «In dubio pro reo» parece haber sido sustituido en estos casos por el «In litigio pro litigante». Y, en todos esas circunstancias, da la impresión de que las bases fundamentales de las decisiones son dos: la primera, la de que el dinero de la Administración cae, como el maná, del cielo y, por tanto, no es de nadie; la segunda, la de que el mundo ha de ser siempre perfecto, y si un ciudadano tropieza, por un decir, en una baldosa suelta y cae, la culpa es del Concejo, porque ha de tener siempre y a toda hora todo su territorio en perfecto y beatífico estado.
Ya sabemos, por otro lado, que hay jueces del Real Madrid y del Barcelona CF, y nos lo hace manifiesto su elección partidista para ciertos órganos. Lo terrible es que en muchos casos, ese «ser» se traslada al hacer, y que la sentencia, como saben enjuiciados y abogados, se orientará (o matizará, en el mejor de los casos) hacia un lado u otro dependiendo de las variables del juzgador, del juzgado y de lo juzgado. He aquí un último ejemplo reciente, el de ese fiscal de la Audiencia Nacional que, desde una perspectiva fuertemente ideologizada (valga decir «prejuiciosa»), se dedicaba a mandar impíos trinos contra compañeros, superiores jerárquicos y, por supuesto, el Gobierno, amén de otras instancias e instituciones. ¿Podríamos confiar en su imparcialidad según nuestra persona y la acusación con que acudiésemos a su presencia? Y, sobre todo, ¿podríamos confiar en el buen sentido y juicio de quien, amparándose en el infantil y maripopinesco «@cespiralidoso», enviaba sus trinos (o impíos píos) ¡pensando que su origen y cuenta eran anónimos y no se descubrirían!?
Arreniego! ¡Arreniego!, que diría mi abuela materna, Carolina.