Germán y Paula llevaban cuarenta años casados. Eran un matrimonio muy bien avenido que había entrado en ese periodo en que las parejas de larga duración han caído en la monotonía y los sostiene únicamente el amor que han sabido mantener, unas veces más vivo, y otras menos, a lo largo del tiempo cuidándose y respetándose mutuamente.
Una mañana Germán, a la salida del médico, se detuvo en una floristería y compró un bonito ramo de flores. Cuando German llegó a casa y le entregó a Paula este ramo de flores, ella gratamente conmovida le dijo con voz a la que ponía temblores la emoción.
—Cariño, en cuarenta años que llevamos casados es la primera vez que te acuerdas de la fecha de nuestra boda, aunque lo has hecho con una semana de antelación. Hoy estamos a ocho y nosotros nos casamos un quince de este mes; un quince de marzo.
Su marido forzó una sonrisa y se calló que de nuevo había olvidado su aniversario de boda. Él había comprado las flores porque al salir de la consulta pensó en lo muchísimo que la quería y no en el tiempo que llevaban casados.
—Bueno, algún año tenía que ser el primero —dijo—. Siempre tuve mala memoria. Ya sabes.
—¿Qué te ha dicho el medico sobre esos continuos dolores de estómago que padeces?
Aunque le costaba mentirle, esta vez Germán lo hizo para evitarle a su mujer la pena de saber que le habían diagnosticado un cáncer maligno y dado un máximo de seis meses más de vida.
—Nada. Que no tienen importancia. Me ha recetado unas pastillas que me irán bien.
—¿Lo ves, aprensivo? Ya te dije yo que no sería nada grave lo tuyo.
—Siempre tienes razón en todo, Paula. Ven y dame un abrazo muy fuerte. Hoy me siento especialmente cariñoso.
Y el matrimonio se dio un abrazo muy fuerte, muy fuerte, y Paula se tragó las lágrimas que acudían a sus ojos. Llevaba demasiados años viviendo con Germán para que él pudiera engañarla ni siquiera una vez.