Veredas y riachuelos

Los pueblecitos sembrados entre las miradas de los años – cambian con el sentir de la edad - están ahora  envueltos en espesa capa de niebla tenue, la que recubre la ciudad mediterránea  de nuestros  días de ahora,   mustios y exhaustos.

 

Cuando eso sucede, llegan fluidos de un malestar  avivando vientos de secano y sensaciones de ahogo.

 

Lo dijo un sefardita en el barrio viejo de Jerusalén cuando hablábamos de la veleidad del ser:

 

 “Lo mejor que le puede suceder a nuestras vidas, amigo cristiano, es no haber nacido, y lo segundo mejor, morir joven. Tengo más de ocho décadas de larga existencia, he padecido todos los horrores, primero en la Alemania de Hitler y después en Palestina. El Dios de los justos no ha sido compasivo conmigo.”

 

No le he refutado. En nuestro   transitar entre bejucos húmedos de salitre, ciudades míseras, arroyuelos sucios, miradas de mujeres hendidas, algunas  – pocas -  caricias, mentiría si no señalara ahora, en la lejanía de la existencia anidada en la piel, que muchas de esas dolientes vivencias nos ayudaron a mantenernos de pie y seguir caminando.

 

De las costumbres venidas a menos suele quedar algo: a veces una brizna de aire, otras un escozor en el cuerpo; las más, pesadumbres que el tiempo ayuda a disipar y solamente nos ofrece, nítidos y casi palpables, los momentos buenos. No es artificio: uno se acuerda más y mejor  de los sucesos agradables que de los virulentos.

 

Transitar con animosidad en el corazón es una condena. A su lado,  la ternura nos iguala con la comprensión, y nuestra manera de conceptuar a los demás sin inquina  despeja malos entendidos.  El encono, cuando no se abandona en su totalidad,  se reseca y se convierte en carcoma que levanta escozor. 

 

Es mucho mejor recordar.

 

¿En qué extramuros se alzaba ese alcázar en cuya celosía  asomaba un rostro de hembra de un blanco pálido lanzando su sonrisa cuando cruzamos y al intentar verla mejor cerró las cortinas? ¿En Marrakech? No. Quizás  en Capri, bajando entre un vaho de salitre y aromas de pinos, manojos de mirto y lentiscos, hacia la cartuja de San Giacomo.

 

Las escenas reviven aún  en la mente, y si alzara los dedos de la mano podría tocarlas, pero sigo sin saber en qué lugar sucedió.  ¿O a lo mejor no aconteció nunca y es una perturbada invención de la  fantasía?

 

En el afecto de la pasión no suele nadie humedecer sus labios dos veces con el mismo ardor. Es fácil de deducir. El primer apego lozano no regresa, queda clavado en el  aliento.

 

Igual sucede al correr en pos las ilusiones y los espectros peregrinos compañeros de fatigas, vino y sémola, tras pisar, envueltos en polvareda,  labrantíos, cerros, descobijadas colinas y las querencias malgastadas aunque ninguna vez olvidadas.



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