Mañana soleada. Parque céntrico de la ciudad. Una mujer de unos cincuenta años, mientras les da de comer a un numeroso grupo de palomas, les habla, les pone cara seria, les reprende, les aconseja, les sonríe, les dice cosas tiernas.
Las palomas comen y emiten sonidos imposibles de interpretar para los humanos no dedicados a la colombófila.
Otra mujer que lleva un rato observándola con cierta curiosidad se acerca a ella y con tono entre afectuoso e irónico le dice:
—Oiga, ¿las palomas le contestan a todo lo que usted les dice?
La mujer que da de comer a las palomas se vuelve hacia la mujer curiosa y le dice mostrándole simpatía:
—No. No me contestan, pero por lo menos me escuchan, algo que en mi casa no hacen ni mi marido ni mis hijos.
—La entiendo perfectamente. Deje de hablarles a las palomas, vengase conmigo a un banco y hablemos nosotras. A mí, en mi casa, me ocurre lo mismo que le ocurre a usted en la suya: ni mi marido ni mis hijos me escuchan.
Y sentadas en un banco, ambas mujeres hablan y hablan hasta secárseles la garganta y toser, pero no les importa sus toses porque son toses felices.