Uno de los arcanos que la mente no vislumbra en su inmensa magnitud, y quizás no lo consiga nunca, es la creación del Universo y la razón de nuestra propia existencia.
En la insondable historia del caos dotado de hermosura, allí donde se debe hallar el origen inescrutable del firmamento, solamente la esperanza puede dejarlo todo en manos de un Creador, aunque El sea también el mayor de los enigmas.
¿Qué había en el momento primogénito de las cosas apocalípticas? Sólo un caldo de materia informe a una temperatura de millones de grados, al que un astrofísico llamó el “Big Bang” – la gran explosión -, es decir el instante en que el calor y la luz, en la cosmología moderna, sitúan la creación del tiempo.
¿Hay un antes y un después? La lógica humana, al no disponer de otro sustentáculo, lo admite. Palmariamente nuestro raciocinio nos indica que todas las historias tienen un comienzo, y aún así cualquier astrofísico moderno nos hablará de la conveniencia de desconfiar de las extrapolaciones.
Voltaire señalaba que si existe un reloj, debe haber un relojero. ¿Es válido ese racionamiento cara al “gran péndulo” intergaláctico? Ingenuamente no, a no ser que nos aferremos a la religión, y eso ya no será ciencia, sino una ensoñación del espíritu.
Ciertas teorías de la creación dejan muy poco espacio para la idea de un Supremo Ser. Una de ellas indica que el Universo nació sin supuesta intervención divina y no tiene fronteras, límites, ni principio ni fin.
¿Puede ser axiomático? El Premio Nobel de Física Leon Lederman lo resuelve con una frase: “Solamente Dios sabe lo que pasó en el principio de los tiempos”.
La NASA publicó hace años unas impactantes imágenes de los primeros instantes del Cosmos tomadas en la sonda “Probe”; en ellas se confirma la edad del Universo y de cómo en su origen estaba compuesto únicamente de 4 átomos de materia.
De ese instante inicial se conserva un rastro fósil, una irradiación cósmica que tardó quince mil años en llegarnos y demostrar con ello el nacimiento del espacio tal como parece transcurrir.
“Lo conocido es finito, lo desconocido infinito” explicaba T.H Huxley.
Hace unas semanas hemos percibido el momento exacto de la “gran explosión”, un descubrimiento inmenso que nos abre sendas incalculables para conocernos un poco más a nosotros mismos y, aún así, no desaparecen las incógnitas que llevamos en la mente: Y antes del Big Bang”, ¿qué había?
Los conocedores de Cosmos expresan: literalmente sucedió la espantada, el momento en que de la "nada" emergió toda la materia, y así comenzó el origen del Universo. ¿Tiene peso específico, moral y científico decir que de la entelequia surgió la vida y cada uno de los elementos existentes en el espacio sempiterno?
En esta disyuntiva cósmica siempre recóndita, la raza humana ha ido remolcando dos cualidades extraordinarias: el miedo y la curiosidad. Con ellas se embarcó en busca de los recovecos de la vida entre el vasto océano de las estrellas en busca de millones de universos idénticos al nuestro.
Y la eternidad ¿cuando empieza?, pregunta un lego.
La respuesta breve e ingeniosa la dio un cenobita asceta en un monasterio de Lhasa, en el Tíbet.
Contó a sus discípulos budistas vestidos con telas color azafrán una revelación:
“Cuando la tierra se convierta en bola de acero, una golondrina, cada mil años, llegará a rozarla con una de sus alas. Tras hacer ese cometido durante millón de billones de siglos y el planeta, debido a la fricción de la pluma desaparezca enteramente, en ese mismo instante comenzará la eternidad”.
Tardará tantas añadas la misión de la membrana del ave, que la humanidad podrá surcar el éter hasta otro cielo paralelo.
Tiempo suficiente del “homo sapiens”para esperar sin prisas el comienzo de la anunciada inmortalidad en los libros del Génesis.
Y lo más extraordinario, en que nosotros estaremos presentes convertidos en polvo de estrellas.