El avión había despegado de Chipre, sobrevoló los acantilados del sector turco cerca del mar y empezó, varios minutos después, como si cruzara un sembradío de promontorios verdes y azules, las pequeñas y grandes islas que forman Grecia. El destino era Roma.
En las alforjas “El camino de los griegos”, un ensayo ya clásico de la alemana Edith Hamilton, cuya publicación, en 1930, recibió la enemistad de los historiadores helénicos y que hoy es un esplendoroso tratado de los fundamentos de nuestra propia cultura occidental. Igualmente llevaba en las manos un pequeño ramo de albahaca obtenido en el aeropuerto de Larnaca.
Equipaje suficiente como soporte de los vaivenes del espíritu.
Gracia, tal como la conocemos hoy, es la sangre mezclada con muchas otras, y siempre ahí, imperecedera, madre de las raíces insondables de los valores humanos.
Aquellas alianzas en el Peloponeso donde había un Pericles más dios que hombre, permitieron la llegada de un Filipo de Macedonia y su hijo Alejandro.
Después, durante siglos, la vivencia se volvió polvo. Rotas las antiguas alianzas, todo le fue fácil a la Imperial Roma, y así la simbología grecolatina de los mitos - casi cuentos infantiles según Voltaire - , marcadores de esos otros “mythos” reflectores de nuestra esencia vivencial de ahora mismo.
Eran los tiempos en que en Grecia lo divino estaba vivo y en las ciudades de los césares, nos explicaron la razón del Cosmos.
Zeus, Dionisios, Apolo, Hera, Afrodita y tantos más, fueron grandes por la llana y simple razón de haber sido antes, sobre todo, profundamente hombres y mujeres
Todos somos un poco de esa raza y mamamos la esencia de ella. Jorge Luis Borges lo ha dicho mejor:
“Los griegos contrajeron, nunca sabremos cómo, la singular costumbre de conversar. Dudaron, persuadieron, disintieron, cambiaron de opinión, aplazaron. Acaso los ayudó su mitología, que era, como el Shinto, un conjunto de fábulas imprecisas y de cosmogonías variables. Esas dispersas conjeturas fueron la primera raíz de lo que llamamos hoy, no sin pompa, metafísica.”
Ahora sabemos que sin esos conversadores, la cultura occidental hubiera sido inconcebible.
Lo mismo sucedería con las palabras, huecas y estériles antes de la entrega carnal con las diosas paganas que en noche de lujuria nos hicieron apasionados.
En la vieja Roma la fogosidad se hizo bacanal, excelsa, paradisíaca. En Valencia del Cid, la ciudad mediterránea donde ahora trasiego mis días languidecidos, se volvió sombra encerrada en recuerdos imperecederos.
¡Ay!, de eso hace ya mucho tiempo y hasta me sabe ahora a cansancio el aliento.